domingo, 13 de mayo de 2007

Trabajo para Sonia Mattalia

DOÑA INÉS CONTRA EL OLVIDO (1992)

Ana Teresa Torres.

Doña Inés Contra el olvido me parece un texto relevante, sin ningún lugar a dudas, por la capacidad que tiene de activar muchos de los temas que vienen siendo debatidos y problematizados por la crítica en los últimos tiempos. Entre aquellos elementos que cómo digo han agitado más mis inquietudes, estaría la búsqueda de una voz propia de la subalternidad dentro de la cual se halla, por cierto, el sujeto femenino; la recuperación y legitimación de nuevos canales a través de los cuales ese sujeto puede expresarse como lo es la oralidad; el cuestionamiento por tanto del discurso hegemónico masculino y escrito, así como de la verdad de sus presupuestos historiográficos; la lieraturalización de la Historia, con los mecanismos de hibridación genérica necesarios para articularla; la desestabilización, en definitiva, de profundos cimientos epistemológicos, en el sentido que lo ha venido haciendo la crítica actual… y todo ello con una capacidad para articular su propuesta como un “todo” realmente admirable. Porque en la novela de Ana Teresa Torres, forma y contenido se amalgaman de forma que el tema, o uno de los temas principales, a saber, la revisión crítica de la historia oficial de Venezuela y los discursos que la articulan, está tratado través de una propuesta formal que trata de recuperar los márgenes silenciados, esos por cuya ausencia, el discurso oficial se veía devaluado. No obstante, como trataré de explicar más adelante, en mi opinión Ana Teresa Torres no consigue la visibilización de todos los desfavorecidos, ya que no da voz al negro esclavo ni explicita sus ulteriores motivaciones.

Pero vamos a tratar de ir por partes. Antes de nada, creo interesante hacer un resumen breve pero selectivo del argumento, en el que se enfaticen los puntos que más detenidamente trataré de la novela, de manera que puedan seguirse mejor mis reflexiones.

Argumento:

Doña Inés contra el olvido consiste en la historia de un litigio por la propiedad de unas tierras: la hacienda de la Trinidad, en el valle de Curiepe. El conflicto comienza cuando Alejandro Marín de Villegas cede unas tierras a un hijo ilegítimo que había tenido con una esclava: Juan del Rosario. En 1715 es cuando se levanta el primer alegato de Juan del Rosario ante la corona española para fundar un poblado y a partir de aquí la mujer de Alejandro, Doña Inés, se empleará a fondo mediante recursos legales e ilegales para recuperar lo que ella considera su patrimonio. La voz fantasmagórica de Doña Inés, desde su posición privilegiada y atemporal, narra en primera persona la guerra de independencia capitaneada por el general Bolivar tras el vacío de poder que deja la guerra de España contra la ocupación Francesa. Cuenta también cómo la corona logró atraer la negritud a su causa con promesas de libertad y la ferocidad con que los negros sacudieron sus cadenas. En 1814 la familia Villegas se une a la caravana que, huyendo del general español José Tomás Boves, se dirige hacia Barcelona. Pero la travesía es demasiado dura y solo sobrevive la bisnieta de Inés, Isabel, quien es salvada por Daría, una esclava negra que se fuga con ella para vivir en el pueblo de Curiepe, donde los negros se han establecido precariamente bajo la dirección del antiguo mayordomo de la hacienda, Julián Cayetano. Cuando la niña cumple 10 años, la negra Daría la lleva a un convento para que se eduque como correspondería a su clase y, al cabo del tiempo, llega al pueblo José Manuel Blanco, marido de Isabel, reclamando la propiedad de la tierra y reinsertando del sistema esclavista. A Julián Cayetano se le premia su fidelidad con un retiro y la libertad para su mujer y su hijo, Andrés Cayetano.

Aquí comienza la segunda parte del libro con la familia de nuevo reunida en sus tierras. Pero dura poco la estabilidad, ya que alrededor de 1846 el esclavo Ceferino, cimarrón levantado en las filas del agitador liberal Ezequiel Zamora, llega a la aldea con un grupo de “morenos” alzados y mata a Julián Cayetano y a José Blanco, el marido de Isabel, sumiendo de nuevo en la ruina a la familia. La voz de doña Inés se centrará ahora en el personaje del nieto de Julián Cayetano, Domingo Cayetano Sánchez, a quien el general liberal Don Cipriano Castro enrola en sus filas. La voz de doña Inés le dedica un capítulo entero al año 1884 llamado “epitafio al general Joaquín Crespo”, donde maldice a este general, sucesor de Don Cipriano Castro, quien embargó las pocas tierras que pudo salvar Francisco Blanco, el hijo de Isabel, para construir el ferrocarril. Los siguientes capítulos dan cuenta del increíble ascenso de Domingo por el escalafón militar, a base de abusar de todo tipo de malas artes, incluida la prostitución forzosa de una niña para granjearse los favores de un nuevo general. El destino quiere que Belén, descendiente de Inés, joven viuda representante de la oligarquía venida a menos, termine casándose por conveniencia con el ahora poderoso Domingo Sánchez quien ha medrado en los negocios hasta hacerse ministro.

La tercera parte de la novela arranca con la muerte en 1935 del general Gómez y la introducción del sistema democrático en Venezuela de manos de Rómulo Betancourt. Ya anciana, en el año 84, Belén, que no ha tenido descendencia, quiere dejarle en herencia todas sus pertenencias a su sobrino preferido Francisco y le habla de un abogado que ha investigado toda la historia de la familia y está en posesión de muchos de los documentos que acreditan la pertenencia a la familia Villegas de las tierras del valle de Curiepe, esto es, los documentos que doña Inés viene buscando desde 1715. El abogado, Don Heliodoro, informa a Francisco de toda las cuestiones legales, de la actual propietaria de las tierras: la compañía cocotera Aguasal, y de la expiración del embargo al cumplirse el plazo de noventa y nueve años. Le habla de la posibilidad, si ganan el juicio, de promover la construcción de un complejo turístico en la zona. Por otro lado vuelve la voz de doña Inés a las viejas tierras de la Trinidad para contarnos la historia de Don Ernestino, un negro de quien se decía era la reencarnación de Juan del Rosario. Tiene un ahijado, José Tomás, al que procura darle buena educación y cuando crece, instala un aserradero y se dedica a ir con su jeep por los caseríos denunciando los abusos y asesorando a los vecinos para que se sindiquen. Cuando la compañía Aguasal mata a un compañero, el negro Cocolo, porque tenía una caseta cerca de su explotación, José Tomás y Ernestino deciden comenzar acciones legales para recuperar las tierras ocupadas por la compañía cocotera. Cuando José Tomás va a Caracas en busca de “la Gaceta”, un concejal le advierte de que el suyo es un caso perdido; pero le informa de los proyectos que se están urdiendo para hacer un complejo turístico y le recomienda que se entienda con esas personas si quiere sacar algo en claro. Llegamos por fin al esperado encuentro entre los dos bandos litigantes: Francisco, descendiente de Doña Inés, y José Tomás, por la parte de Juan del Rosario. En el último capítulo “Fin de un litigio”, Francisco Villaverde consigue convencer a José Tomás de que hay menos interés en la posesión de las tierras que en el aumento de puestos de trabajos que reportará el complejo, de que éste será un buen impulso para la región y le promete participación en la empresa. Así finalmente firman un acuerdo Francisco Villaverde, la compañía Aguasal y José Tomás para construir el complejo en las tierras disputadas de la hacienda de la Trinidad.

La Voz.

Hasta aquí la anécdota del relato. Quería que se comprobara cómo la propia trama es un intento de reformulación y enmienda de la Historia escrita de Venezuela, casi podíamos decir alegorizada, en el proceso judicial, siempre representado por los papeles, los memoriales, las cédulas… documentos escritos a los que Inés nunca llega a tener acceso porque pertenecen al orden de lo masculino, pero que, finalmente, sirven para bien poco en el plano de lo legal y menos aún en el plano de la memoria. Por eso se hace necesaria la voz de Doña Inés: “algún día vendrán las ratas y se comerán, golosas, estos fajos de pergamino, de las rendijas del enlosado saldrán espantadas las cucarachas y dejarán la mierda pegada de los bordes, aparecerán por todas partes sus borrones oscuros, inconfundibles, y quedará manchada hasta la propia firma del rey. El tiempo, Alejandro, borrará mis querellas y desvanecerá mis empeños, pero yo quiero que mi voz permanezca porque todo lo he visto y escuchado, y seguiré buscando mis títulos, aunque me ahogue el polvo de los legajos”.

Me interesa especialmente esta “voz” a través de la cual se articula formalmente todo el relato. En mi opinión, se trata del mayor acierto de la novela ya que consigue imbuirnos de lleno en el espacio de la oralidad mediante estudiados mecanismos que, pese a formar parte de un proceso de escritura, pretenden borrar las marcas características del discurso literario o historiográfico tradicional.

Lo primero que llama la atención de esta voz narradora es su condición fantasmagórica. Inés es un fantasma al más puro estilo de El fantasma de Canterville de Oscar Wilde. Se trata de un espíritu errante que no descansará hasta que no vea resueltos los asuntos que le atan a la vida mundana y le niegan el descanso eterno. Al principio de la novela, sobre todo, asistimos a la caracterización de la narradora mediante la alusión a lugares comunes propios de la imaginería del fantasma doméstico o familiar: “¿Quieres decirme que es inútil que me agache y me doble el espinazo rastreando debajo de las camas, levantando las alfombras, hurgando en los resquicios de los escaparates y en las hendijas de los arcones, para encontrar la historia que he perdido? Pues, aun así, me quedaré peinando mis greñas ralas y blancas, aguzando mis ojos oscurecidos, temblándome las manos engurruñadas, a cuidar mi cadáver para que no se desmorone en polvo, encerrada en este cuchitril que es ahora mi cuarto y del que no saldré hasta que haya yo quedado a mi vez convertida en un fantasma de papel.” Su mundo está en una dimensión fuera del tiempo y del espacio terrenal, capaz de narrar en simultaneidad los sucesos que cuenta porque ha asistido a todos ellos en primera persona: “me muevo en una penumbra que no me deja saber si amanece o anochece”. Y también: “solo veo los mismos rostros, lo mismos cuerpos, los mismos nombres de mi memoria, los siento y lo huelo, me acompañan, me acosan, no me dejan ni un momento quieta ni me permiten descansar”. Esta caracterización fantasmagórica tan original de la voz narradora, hace sin duda atractiva la lectura y atrae el interés del lector. Pero el mayor logro de esta perspectiva narrativa, en mi opinión, no está tanto en lo fantasmagórico como en lo de “voz”, que, más allá de ser un mero recurso estético, plantea la incorporación de las llamadas culturas orales, como lo es la cultura de gran parte del universo femenino hasta el siglo XX.

En su libro Orality and Literacy, Walter Ong analiza los rasgos distintivos de las culturas orales, y es revelador cotejar, como hace Elizabeth Montes en un estudio Titulado Oralidad y escritura en Doña Inés contra el olvido de Ana Teresa Torres, estos rasgos con las técnicas mediante las cuales Ana Teresa caracteriza a su “voz” narradora. Enumeraré brevemente estas marcas de oralidad catalogadas por Walter Ong que podemos encontrar en la novela.

El tono agonista: En las culturas orales, el conocimiento solo puede ser adquirido en la “arena” del enfrentamiento entre dos interlocutores. La voz de Doña Inés, efectivamente, está construida a partir de la interpelación a dos personajes: Alejandro Marín Villegas, su esposo; y Juan del Rosario, el negro liberto que fundó el pueblo hoy conocido como Curiepe. La relación dialógica con estos personajes es constante en toda la novela. Casi todos los capítulos se abren con una interpelación a alguno de estos dos: “¡TANTOS NOMBRES como han ido pasando, tanta letra en estos papeles, tantas jerarquías a quienes nos hemos dirigido, Juan del Rosario, tantos reyes lejanos a quienes les celebramos funerales y aclamaciones, muertes y nacimientos, exequias y loas, que nunca se escucharon al otro lado del mar!”, o bien: “Estoy aquí, Alejandro, a gritos con la muerte, llorando mis cadáveres”. En ocasiones esta llamada angustiosa se convierte en una conversación de lo más cotidiana: ¿Qué dices, Alejandro? Te escucho mal, háblame más alto, sabes que estoy sorda y lo haces a propósito.”, y con Juan del Rosario: “¿QUIERES TÚ, Juan del Rosario, saber de las tierras de Curiepe? (…) Si tus ojos no llegan hasta ellas yo estoy para enterarte porque los míos las alcanzan. ¿Te ríes de mí, paje insolente y liberto de mi parte? ¿Piensas que persigo en vano mis títulos porque mis posesiones han quedado baldías y se han prometido a los amos de la República?”. De manera que toda la novela de principio a fin es un diálogo entre estos tres personajes en el que sólo escuchamos la voz de doña Inés, aunque en ocasiones quedamos enterados de las respuestas o de los silencios de los otros muertos. Pero Doña Inés no solo utiliza el discurso diálogico con estos interlocutores principales. La cultura de Doña Inés no es literaria ni del orden de la escritura, así que todo su saber, que es mucho, está atravesado por la oralidad. De esta manera incorpora a su conversación muchos de los personajes históricos que intervienen en su historia: “YA TI, Carlos Cuarto, que te lo venían diciendo pero todo lo echaste en saco roto. ¿No te habían llegado las noticias de Caracas?”. O: “Atravesada en el lomo del caballo va tu guerrera con dos huecos, Joaquín Crespo, dos huecos quemados que ha dejado la bala y colgando de las correas de la silla van tus botas y tu espada, y tú vas como un niño en la hamaca, acurrucadito y sin chistar, dormidito y acunado al paso de los caballos.

La repetición: para Walter Ong, la repetición constante, la redundancia y la copiosidad, son elementos propios de las culturas orales. El relato de Doña Inés recurre a menudo a estos recursos. La pregunta desesperada por sus títulos vuelve una y otra vez a lo largo de prácticamente toda la novela “¿Dónde están esos títulos? ¿Dónde han metido los legajos?”. La alusión reiterada que en principio puede parecer baladí a las baldosas que hizo traer de Andalucía, también responde a esta copiosidad en la información y reiteración propias del discurso oral: “mientras mis ojos acarician las baldosas y azulejos que hice traer de Andalucía y las hojas sueltas del limonero en el corral”, y en el momento de la destrucción de Caracas: allí están, en trizas, los azulejos que hice traer de Andalucía.” La redundancia es una constante a lo largo de la obra, estos son solo dos casos entre muchos. Por ejemplo, podíamos añadir las referencias a la infancia de Juan del Rosario criado entre los hijos de Doña Inés, que se repiten obsesivamente en la mayoría de los capítulos; la huída de la esclava Daría, que es contada varias veces desde distintos puntos de vista; el terremoto de 1900, que también se reitera en diversas partes de la novela... todas estas repeticiones a parte de acercar la narración al discurso oral, nos permiten conocer de manera más íntima lo que preocupa y obsesiona a Doña Inés y, por tanto, los entresijos de su personalidad.

La empatía con respecto a los problemas que debe enfrentar a los personajes. Esta característica está absolutamente presente en el relato de Doña Inés. Para ilustrarla me parece de gran interés la comparación que hace Elizabeth Montes entre el relato de Inés y el de Heliodoro del episodio de la esclava Daría. El relato de Doña Inés se convierte en este punto en una especie de monólogo interior donde afloran todas las dudas, los miedos y las motivaciones que llevan a la esclava a huir salvando consigo al bebé de su ama, y cito por ejemplo: “Salta con la vista los pantanos y lodazales que borbotean, dispuestos a engullirla para siempre y tiene miedo, los barrancos y despeñaderos de la montaña están allí, esperando sus pies inciertos, sus pies sangrantes, doblándose en las piedras y en las raíces, sus ojos cansados y sus manos desplegadas apartando las ramas y las gruesas hojas, avanzando, avanzando siempre, pensando que en algún momento su cuerpo cae en el vacío, su cuerpo rueda y se aplasta contra los troncos… Este es solo un ejemplo de la inmersión que opera Doña Inés en sus personajes cada vez que éstos van a protagonizar una acción relevante para el desarrollo de la trama. Resulta esclarecedor, cómo decía, comparar la narración que hace de este episodio Don Heliodoro, ese abogado con vocación de historiador que acumula legajos antiguos: “En 1824 se registra en el libro de bautizos de la parroquia caraqueña de Altagracia una enmienda (…). El sacerdote dio fe de que esta niña había huido de Carcas con su familia en la emigración de 1884 y que había sido salvada por una esclava que la llevó con ella a Barlovento durante varios años, y sí, él mismo reconocía que aquella niña era la hija de Francisco Martínez de Villegas, a la cual él había bautizado. Naturalmente que este es un hecho indemostrable…”. En realidad todo el discurso de Don Heliodoro es una recapitulación de la historia familiar que viene haciendo Doña Inés, pero desde el punto de vista de la heterodoxia histórica. Funciona en la novela como una explicitación de la dicotomía entre discurso oral y escritura, y, por consiguiente, entre la cosmovisión masculina y femenina de la realidad.

El patrón agregativo. Según Walter Ong, en el discurso oral al contrario que en el texto escrito, la trama no precisa crear una correspondencia unívoca entre el orden lineal de los elementos en el discurso y el orden cronológico en que los eventos ocurren. De esta manera la información, lejos de presentarse mediante una correlación lineal, lo hace añadiendo episodios. Los capítulos de Doña Inés contra el olvido comienzan in media res, en mitad de un conflicto ya avanzado o de la vida de un personaje del que no se había hablado en toda la novela. Es el caso del capítulo de la guerra, que comienza: “HUELE a pólvora y a carne quemada de españoles y canarios, de blancos criollos y de orilla, de negros mestizos, de mulatos y cuarterones, de quinterotes, zambos, bachacos y saltoatrás.” O la historia de León Bendelac, un joyero judío que tiene un romance con Belén en su juventud: el capítulo en que es presentado comienza abruptamente con esta frase: “LA LUZ brillante de la ensenada se ensucia momentáneamente por el humo del barco.” La información se va agregando sin ninguna trabazón causal aparente, creando la sensación de que asistimos directamente al flujo verbalizado de los pensamientos de la narradora sin ese distanciamiento reflexivo y acontemporáneo propio de los discursos escritos.

Las coincidencias entre estas técnicas narrativas y las conclusiones del antropólogo Walter Ong sobre las culturas ágrafas, demuestran el éxito del trabajo de Torres a la hora de dar forma a un discurso que quiere asentarse en una cultura de la oralidad.

Pero no hay que olvidar, ya que forma parte de la misma estrategia renovadora, la incursión que hace la novela de Ana Teresa Torres en el terreno de la “nueva historia”. Desde los años ochenta, la nueva historia cultural ha vuelto a los “egodocumentos”. Sobre todo tras el enorme suceso del concepto de “microhistoria” que desarrolló el historiador italiano Carlo Ginzburg en su libro El queso y los gusanos. El texto de Torres tiene algo de egodocumento, ya que desarrolla la historia personal de un personaje histórico, si bien éste es un fantasma de casi trescientos años... pero sobre todo tiene estrechos vínculos con la microhistoria, pues, como el texto de Ginzburg, se fundamenta bibliográficamente en el desarrollo de un proceso judicial, sin renunciar a la recreación ficcional de los más nimios detalles de la cotidianidad.

La Voz de la subalternidad.

Ahora quisiera cuestionar alguno de los logros que podrían habérsele atribuido a la novela, como es la incorporación o visibilización de la totalidad de los grupos marginales entre los que se deberían contar los negros esclavos y los cimarrones. Cuestionamiento éste, que debe ser tomado con las debidas reservas, porque soy de la opinión que la autora ha sacrificado en muchos lugares una crítica más cruda y virulenta de la situación del esclavo y la negritud, en aras de la composición verosímil y fidedigna de su voz narradora. Inés es una gran dama terrateniente, descendiente directa de españoles y con una ideología muy conservadora. Su desprecio por todo lo que tenga algo que ver con la raza negra es absoluto: las negras son brujas, seductoras de los hombres blancos, supersticiosas... los negros son vagos, lascivos, y violentos, y tanto negros como negras son blasfemos hasta la saciedad pues no son capaces de entender los conceptos elevados de la religión, ni de regirse por ellos mismos. En el fondo, como digo, me parece un logro mantener esa radicalidad ideológica de la voz narradora, y verdaderamente se observa un cuidadoso trabajo a la hora de proyectar esa ideología anacrónica de doña Inés sobre las distintas épocas, con sus cambios sociales y tecnológicos. En cierto sentido el texto de Torres me ha recordado mucho a la novela de Machado de Asis, Memorias póstumas de Bras Cubas: en primer lugar, en Doña Inés contra el olvido asistimos también a unas memorias póstumas (aunque la proyección a futuro que hace Doña Inés no la encontramos en Bras Cubas). Pero sobre todo asistimos, como en la novela de Asis, a una subordinación total de la voz autorial a la ideología y cosmovisión de su personaje narrador. No obstante, la novela de Machado de Asis consigue, mediante un admirable uso de la ironía y mediante el contraste entre pensamientos y actos de Bras Cubas, subvertir su discurso para mostrar lo vacuo y falaz de su ideología. En cambio en la novela de Torres, la voz clasista y colonialista de Doña Inés no resulta tan evidentemente cuestionada.

Ya no puedo extenderme mucho más, de manera que expondré tan solo uno de los casos en los que, en mi opinión, se excluye la voz de la alteridad perpetrando un discurso histórico que mantiene silenciado a cierto sector de la subalternidad. Este caso es el del negro Ceferino, el cimarrón levantado en las filas de José Tomás Boves que asalta la caravana de Isabel en su huida a Barcelona durante la guerra de independencia. De este negro sabemos que sirvió en la hacienda de Curiepe. El mayordomo Julián Cayetano tuvo problemas con él y lo convirtió en objeto de las peores torturas que éste nunca había practicado sobre un esclavo. Ceferino huye y se convierte en un “cimarron”, término con el que se denominaba a los esclavos huidos que se refugiaban en los montes y que en ocasiones formaban “cumbés”, pequeñas ciudadelas fortificadas y de difícil acceso, para defenderse. Cuando estalla la guerra por la independencia de las colonias, se une a los alzamientos de esclavos abolicionistas contra la oligarquía criolla, que, en el caso de Venezuela, tan bien supo aprovechar y alentar el bando español fiel a la corona. De esta manera se suma a las filas de José Tomás Boves, hacendado español empujado hacia la lucha contra los independentistas encabezados por Bolivar, y en una incursión asalta la caravana de Isabel, a quien intenta violar, aunque finalmente lo disuade Daría. Cuando reconoce a Daría, esclava que nació en la misma hacienda de Curiepe que él, la insta a que huya a las montañas, que regrese a Curiepe y lo espere allí hasta que vuelva para “hacerle muchos hijos”. Es una escena en la que se percibe el alto grado de camaradería que existía entre los esclavos. Al cabo de varios años lo volveremos ver aparecer por la hacienda de Curiepe, esta vez a las órdenes de Ezequiel Zamora quien en 1846 formó un ejército de sublevados al grito de ¡Tierras y Hombres Libres! Ceferino se cobra su anunciada venganza sobre Julián Cayetano matándolo ante la mirada de su hijo, Andrés Cayetano, y su personaje no vuelve a ser nombrado en toda el relato.

Para un lector desprevenido como yo, los datos que ofrece la novela de este negro prefiguran un ser animalizado y siniestro, con la inteligencia tan menguada por los azotes y el asilvestramiento, que es absolutamente manipulable por los españoles, quienes alientan su rabia contra los blancos terratenientes con falsas promesas de libertad. Es necesario indagar algo más en la historia del “cimarronaje” para formarse una idea más precisa de las motivaciones y aspiraciones de estos negros huidos. La novela nos ofrece poca información acerca del “cimarronaje” y lo hace en estos términos: “Aquí para que lo sepas, no se castiga más que a los comprometidos en los cumbés y en las rochelas, o cuando se arrecha el mayordomo, harto de buscarlos porque están pescando en el río o emborrachándose con las mujeres ¿O creías tú que los curas doctrinarios han podido convencerlos de que el sexo es pecado? Aquí, Carlos Cuarto, casi nada es pecado. ¿No sabías que las autoridades confesaban que a pesar de las vivas diligencias para la exterminación de los levantados y castigar los insultos y enormes excesos que han cometido, no ha sido posible conseguirlo porque los montes donde habita esa gente malévola son impenetrables y sólo ellos pueden traficarlos, por haber sido criados en dichos montes y éstos ser muy dilatados? A esos sí, se les ha castigado sin compasión, cien azotes de látigo, servir trabajos forzados, no salir de la hacienda más que para cumplir los preceptos de la Iglesia, por cierto lo que más les fastidia, y cortarles la parte superior de la oreja izquierda, de modo tal que el que esté desorejado, no puede engañar a nadie y meterse de peón en otra hacienda. Más de una vez los propietarios de Curiepe le pedimos a la Real Audiencia acciones enérgicas contra los cimarrones, porque son los nuestros los más revoltosos (…) No valió de nada que anunciara el peligro de las noches de San Juan, en las que los negros conjurados entraban en los poblados con ánimo de jolgorio y baile, para después sacar los machetes y dejar un baño de sangre”. En primer lugar me gustaría comentar eso de que los negros se emborrachaban con las mujeres y no concebían el sexo como pecado. El sistema esclavista se apoyaba en las leyes eclesiásticas promulgadas por el Tribunal de la Santa Inquisición, las cuales impedían el amor entre esclavos que no estuvieran casados y en otras, obligaba a los esclavos a no casarse o a casarse en contra de su voluntad so pena de castigos o maltratos. Estos matrimonios forzados aseguraban la propiedad del hacendado pero cumplían también el objetivo de reproducción de más mano de obra esclava barata. El cimarronaje se convertía en la mayoría de casos para los esclavos, en la única vía para practicar el amor en libertad y forjar una familia educando a sus hijos según sus propios valores y costumbres. Por otro lado me gustaría aclarar las condiciones en las que al negro se le permitía morar en la hacienda. El llamado “instructivo” de las haciendas, imponía que “ningún esclavo o esclava podía salir del repartimiento, y una vez terminado el trabajo en la hacienda, tenía la obligación de regresar a su conuco para trabajar la tierra donde debía producir y cosechar yuca, maíz, fríjoles negros, ñames y batatas entre otros, no sólo para alimentarse sino además para venderlos y de esta manera, costearse el vestido”[1]. Los esclavos tenían prohibido salir de sus casas, así que éstas se enrejaban como jaulas para evitar las huidas. Los cimarrones establecieron el conuco como base de su sistema de producción y supervivencia, pero aquí toda su fuerza de trabajo revertía en ellos mismos y sus familias. De esta manera algunos cumbés llegaron a asentarse con cierta solidez.

Algunos cimarrones lograron prosperar con cierto éxito a pesar del llamado sistema de patrullas, destinadas a exterminar a los negros alzados, y de los mercenarios contratados para eliminar negros cimarrones, los cuales acostumbraban a mostrar las orejas del esclavo muerto para cobrar el dinero de su cacería humana. En algunos casos, las autoridades coloniales se vieron obligadas a pactar con los jefes o reyes cimarrones y terminaban por reconocer la soberanía de ciertos cumbés o, o por lo menos, conceder la libertad a los negros “apalencados”[2]. Osvaldo León en un artículo titulado “África en América: tambores y gritos de libertad” llega a proponer la idea de que estos cumbés fueron “los primeros territorios libres de América donde se constituyeron gobiernos autónomos por medio de los cuales los negros pudieron rescatar y desarrollar sus costumbres y sus valores culturales y religiosos”.

A la luz de estos datos el personaje de Ceferino se me presenta más humano. Su figura es la de un revolucionario idealista cuyo mayor pecado es querer formar una familia propia en libertad. Si los cimarrones apoyaron la causa de la corona en Venezuela, no fue tanto por la manipulación ideológica que articularon los españoles como por el imperativo vital de sacudir el yugo con que la oligarquía criolla los asfixiaba.

En conclusión.

La novela de Torres propone una voz para narrar la Historia disímil de la escritura masculina hegemónica. Y lo hace desde una perspectiva que incorpora al discurso histórico y hace visibles, ciertas parcelas que hasta ahora ocupaban su lugar más allá de los márgenes de la cultura oficial. No obstante, los más desfavorecidos, los auténticos subalternos, la negritud esclava, sigue presentándose en la novela como un punto ciego, como una otredad absoluta con la que se hace imposible entablar un diálogo en condiciones de igualdad. No en vano, el final de la novela está planteado como una solución conciliadora en la que todos sacan beneficio: tanto la familia Villegas como los descendientes del liberto Juan del Rosario en la figura de José Tomás. Pero la realidad es que el único beneficiario del acuerdo son los inversionistas de la compañía encargada de construir la urbanización de lujo, y el propietario de dicha urbanización, que será quien realmente recoja el usufructo de las tierras. El concejal Barloventeño José Tomás, en realidad traiciona todos los ideales de libertad y dignidad que representa Juan del Rosario (el primer negro liberto en fundar una hacienda de negros libres), a cambio de una participación personal y minoritaria de las ganancias de la operación. Mientras tanto, los vecinos de Curiepe, con suerte conseguirán un trabajo durante las obras para que cuando éstas terminen no se les permita acercarse a las tierras que histórica y materialmente les pertenecen.





[1] García, Jesús Chucho. Africanas, Esclavas y Cimarronas. Caracas Fundación Afroamericana, 1996,

[2] Santacruz, Nicomedes Afroamericanos; Buscando raíces, afirmando identidad. Caracas: Agencia Latinoamericana de información, 1995.

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