domingo, 13 de mayo de 2007

Trabajo para Nel Diago

UN CONFLICTO PROYECTADO[1]

El espíritu del escritor de teatro

Debe quedar sobre el altar

(Marco Antonio de la Parra)

No me resulta cómodo comenzar este acercamiento a La secreta obscenidad de cada día con referencias biográficas a cerca del autor; siempre me han molestado. He preferido los análisis con una óptica “formal”, que valoren la inmanencia del producto artístico, su independencia, su supervivencia. Me parecen más bonitos. No obstante, esta obra ofrecía dura resistencia a ser descrita mediante una suerte de listado de propósitos y procedimientos. La propuesta formal de Marco Antonio de la Parra me parece fundamental, esto no lo pongo en duda, y trataré de exponer en qué radica más adelante. Pero también creo relevante un acercamiento de corte contenidista, si se quiere decir, que inevitablemente ponga en relación, en su justa medida “vida y obra”, para desvelar ciertas motivaciones, tensiones, ciertos conflictos internos del dramaturgo convertidos en provechosos para la escena. Cercar mediante restricciones el acto interpretativo sería tan desatinado como hacerlo con el artístico. Tal vez, como opina Marco Antonio, ciencia y arte deberían acabar siendo vías de un mismo conocimiento.

Cada creador tiene un código y es tarea del intérprete descubrirlo y aplicarlo para dotar de significación a la obra. Aplicar un código de interpretación distinto al de la voluntad comunicativa del creador puede ser divertido, curioso e incluso lícito y productivo si se hace desde el conocimiento y con conciencia. Las lecturas de Góngora y Espronceda por los surrealistas, o las incesantes interpretaciones del Quijote son ejemplos de esta actividad. Pero no será ese mi ejercicio en este trabajo. Prefiero imbuirme en la ideología estética de Marco Antonio de la Parra, para tratar de ajustar al máximo mi interpretación a su voluntad comunicativa; pero esto sería imposible dejando de atender algunos aspectos de su biografía, cuando estamos hablando de un autor que concibe su producción teatral tan estrechamente vinculada a su praxis vital. Para Marco Antonio de la Parra el dramaturgo solo debe escribir aquello que le cambie la vida. La escritura para él es un sacrificio ritual donde el autor expone plenamente sus dudas y conflictos, con angustia, pero con la esperanza de que así sus temores queden exorcizados.

El arte, como la psicoterapia, es experiencia vital estandarizada.

Como el rito.

Como la magia.

Son experiencias de cambio.

Son momentos organizados de vida en que se enfrenta lo vital y lo mortal de cada uno[2]

Pero estos momentos de vida estandarizados, que en la psicoterapia cobran valor en sí mismos porque revelan un conflicto íntimo y personal del paciente, en el arte, son valiosos solo en la medida en que ese conflicto interno y personal refleje los conflictos generales que determinan su momento histórico. Solo es relevante aquella obra de arte que sea capaz de captar en sí misma la totalidad del mundo, o dicho sin tanta pretensión, la que defina de la manera más productiva posible la realidad histórica en que ha sido engendrada. En este sentido, hemos tenido en consideración algunos de los aspectos biográficos del autor que hemos visto reflejados en la obra y que creemos representativos de los conflictos epocales más determinantes en la cultura de las últimas décadas del siglo XX.

M. A. de la Parra mantuvo durante gran parte de su carrera una doble profesión de psiquiatra y escritor. De hecho tardó mucho en considerase un artista a sí mismo. Se veía como un impostor o, en el mejor de los casos, un médico que había escrito una buena obra de teatro. Es significativo que esta contradicción, vivida de manera traumática por de la Parra, lo llevara a la enfermedad y a la sequía creativa en los años previos a la escritura de La secreta obscenidad de cada día, y que su recuperación pasara, entre otras cosas, por someterse a una terapia psicoanalítica. Para M. A. de la Parra el teatro es una necesidad vital, una vía de escape a través de la cual exorcizar los demonios de uno, y en La secreta obscenidad de cada día se manifiestan muchos de estos demonios de la duda que atormentaban a nuestro autor. No es casual que los protagonistas se presenten como exhibicionistas dispuestos a ofrecer a la vista del respetable las vergüenzas de su dramaturgo.

Medicina o teatro, desdén ácrata o militancia socialista, privacidad retirada o exposición pública, victimismo acobardado o culpabilidad ostentosa, subjetividad psicológica o materialidad objetiva, gamberrada exhibicionista libertadora del espíritu o atentado a mano armada contra la injusticia social… todas estas oposiciones problemáticas planteadas en La secreta obscenidad de cada día, cobran definitivamente forma en la oposición Sigmund y Carlos, ciencia y poesía. Sigmund representa el primer término de la oposición. Está vinculado al de la Parra psiquiatra, al conservador, al aburguesado,

SIGMUND: ¡Usted vivirá en una población callampa pero yo tengo mi habitación en el cité, bien decentita! (pág. 119)

al empírico, al que detestaba las asambleas políticas en la universidad,

Me aburría con las asambleas que a otros apasionaban y, francamente, encontraba absurda tanta pero tanta participación en decisiones que no entendía mucho.[3]

es individualista, escéptico con los ideales políticos, moderado, e incluso remilgado. Es apocado y tímido, tiene vergüenza de compartir su exhibicionismo con otro, es introvertido, celoso de su privacidad,

SIGMUND: ¡Conozca la ley! Se trata del legítimo derecho a la propiedad que otorga el uso. (Pág. 99)

reprimido

SIGMUND: “Me imagino que usted comprenderá lo que es haber estado todo el verano aguantándose, (…) reteniendo el deseo, reteniendo la pasión, sin poder hacerlo” (pág. 99)

incluso su “revolver” es pequeño. Representa la faceta asceta de de la Parra, la que le obligaba a apartarse de los escenarios para dedicarse al oscuro mundo de la psiquiatría como en un “retiro espiritual”[4]. El neurótico. Su exhibicionismo responde a una necesidad visceral irreprimible que le supera en momentos puntuales, pero luego se arrepiente o avergüenza de lo que ha hecho hostigado por la presión de cierta moral personal. En mi opinión, esta necesidad irreprimible pero insatisfactoria de exhibirse es parangonable a una visión de Marco Antonio de la Parra del teatro, o de su relación con el teatro, en esos mismos años.

Decir que Carlos representa para de la Parra la poesía, el ímpetu creador, el hedonismo, parece arriesgado en primera instancia. Pero así como la conexión de Marco Antonio de la Parra con Freud se establece claramente en el campo profesional de la medicina, el contacto con Marx estaría seguramente vinculado a su relación con el teatro, o se vería reforzado por ésta. Sus primeras obras son mini piezas para el grupo de teatro de la Facultad, en un clima de intensa actividad política y represión en el que Marx era un referente fundamental para gran parte de la resistencia al régimen dictatorial. Ya en el año de su debut profesional le censuran su obra Lo crudo, lo cocido, lo podrido en la que colaboró con Gustavo Meza, y en el año 1979 comienza a colaborar con el grupo Ictus de marcada tendencia izquierdista. Sus obras tienen inevitablemente un alto contenido político. Es más, durante algún tiempo tienen un motor político: él mismo reconoce que la censura y la represión de la dictadura lo motivaban artísticamente a mantener una arriesgada lid con los límites del sistema, y Marx es un importante icono de esta rebeldía en todos los regímenes fascistas. El personaje Carlos representa la voluntad de pasar al plano de la acción, de enfrentarse abiertamente, de hacer teatro en ese dilema entre ciencia y arte en el que se debatía de la Parra. Carlos está seguro de sí mismo, incluso sus excusas para justificar su atuendo suenan más convincentes. Es zafio, grosero, impulsivo, temerario, socarrón como demuestra su broma pesada de la bomba. Es colectivista y no le interesan los problemas puntuales del individuo ni de la psique humana si no es en relación con tensiones sociales

CARLOS: La neurosis… usted parece una vieja solterona… (Pág.105)

su exhibicionismo es orgulloso, desenfadado como un acto para reafirmarse, como alguien que actúa con la seguridad del que no se cuestiona la licitud de su acto, sino que encuentra en la satisfacción de su deseo toda justificación moral para llevarlo a cabo. Es en este sentido que creo que Carlos representa la otra visión del teatro en el dramaturgo chileno, la que ve el teatro como una acción necesaria que transforma algo, la que le impele a juntarse con una compañía, a ensayar, a dejarse contaminar con las aportaciones del director y los actores… Es sabido que la producción teatral de Marco Antonio de la Parra tiene dos momentos: uno individual, de escritura retirada, y otro colectivo, en colaboración con la compañía

El trabajo en soledad, inevitable —únicamente estando solos puede que se fijen en nosotros los dioses de turno—, deja de serlo ante el grupo —actor, director, técnicos—.[5]

“Individualista” y “colectivista”, dos insultos que se lanzan respectivamente Carlos y Sigmund continuamente a lo largo de la obra; dos extremos de la dualidad que como hemos dicho atenazaba a nuestro autor manteniéndolo en vilo entre el trabajo científico y la creación artística. El final de la obra resuelve en cierta medida este conflicto profundo: el acto exhibicionista, que desde el principio tiene un valor ofensivo y trasgresor, se desvela un ataque terrorista en toda regla, con armas de fuego sobre los ministros del régimen establecido. Por cauces distintos y en ocasiones incluso opuestos, las dos “mitades” de de la Parra terminan colaborando en un proyecto común en el “acto”, que cifra su objetivo en la derrocación de un régimen opresivo, temible y violento como era la dictadura de Pinochet que Chile sufría por esos años. Pero también es pura exhibición, entendida como hemos apuntado, en la medida que lo es la producción teatral. Ese esfuerzo de cooperación que los protagonistas tienen que efectuar para liberarse mediante exhibición/terrorismo, es el mismo arduo proceso de conjugación entre el médico y el artista que de la Parra debe llevar a cabo para concluir y estrenar una obra de teatro. En mi opinión este es el conflicto general que mueve la obra y los personajes, y es resuelto al final en una propuesta de acción (teatral y política).

Ahora bien, la obra no ha hecho más que comenzar; el maestro de marionetas ha depositado los livianos pies de porcelana de sus muñecos sobre la madera del retablo, pero la genialidad de su talento tendrá que verse avalada por la pericia con que maneje los hilos. Y es aquí donde verdaderamente de la Parra demuestra su óptimo dominio del medio teatral. Su estrategia fundamental es el poder disolvente del humor. Una vez decidido a proyectar sus conflictos más problemáticos y más íntimos sobre las tablas, les quita los pantalones y se ríe de ellos. Se ríe de él, se ríe del público, el público se ríe de lo que ve, la mitad del público se ríe de la otra mitad, y ésta mitad se ríe a su vez de la otra.

La noche del estreno era gracioso ver a sectores de público claramente de izquierda ovacionando y quedar súbitamente callados mientras comenzaba a aplaudir el sector derechista.[6]

Nadie se libra de su inteligente y punzante sarcasmo. Lo primero que introduce del orden de la hilaridad, son los nombres de los protagonistas: Sigmund Freud y Carlos Marx ¡nada menos! A partir de aquí el dislate está servido. Nosotros hemos querido hasta ahora justificar la elección de estos dos pensadores, por ser el reflejo de una contradicción trascendental que debía ser resuelta por el autor para concluir su obra dramática. Ahora queremos comprobar cómo manipula esos caracteres, los somete al diálogo, los enfrenta a situaciones extremas y delirantes donde nada parece ser lo que parece. De la Parra sabe explotar muy acertadamente las posibilidades irónicas, alegóricas, simbólicas, paródicas e irrisorias de sus ilustres personajes. En primer lugar los saca de exhibicionistas, en un colegio de niñas, en una de las situaciones más lamentables en que se puede concebir a un señor de cierta edad como lo deben ser los actores que interpreten el papel. Unos tristes viejos verdes onanistas, de esos que abundan las bibliotecas públicas. ¿A cuántos espectadores cabales no les heriría semejante desplante en el pundonor? Hay que decir que en la representación no sabemos de quién se trata hasta bien avanzado el espectáculo, con lo cual, gana en efecto y produce la carcajada por estar el espectador ya inmerso en el tono paródico y un tanto absurdo de los diálogos. Pero la situación en sí representa todo un sacrilegio a la cultura occidental del siglo XX. Es una blasfemia intelectual tan grande, que no puede dejar de caerte simpático el tipo al que se le haya ocurrido. La risa disuelve los mitos, los hace descender donde el común de los mortales y nos permite cuestionarlos, ver sus defectos, sus traumas, sus errores, sus contradicciones. En seguida los sitúa en una realidad perfectamente asociable a la dictadura chilena: represiva, donde cualquiera puede dar el chivatazo, cualquiera puede ser un espía. Hablan de los torturadores sin nombrarlos, con esa discreción con que los chilenos se han acostumbrado a fingir “que no pasa nada”. Nunca dejan de ser Sigmund Freud y Karl Marx, pero a la vez responden a un status de personaje que se corresponde perfectamente con el ciudadano medio chileno de los años ochenta: el lenguaje que usan, el chiste que cuenta Carlos, las referencias al retiro en Argentina, el station wagon donde siempre viajan cinco, el gordo Romero (que consiguió un puesto de seguridad del gobierno después de lo ocurrido en el restaurante donde trabajaba de garzón en Lo crudo, lo cocido, lo podrido)… Ahí está la gracia: ya no es solo lo que pasaría si Karl Marx y Sigmund Freud se encontraran a la puerta de un colegio para realizar un acto exhibicionista, sino lo que pasaría si además fueran dos chilenos de principios de los años 80. La sucesión de metáforas casi se vuelve alegoría cuando los dos confiesan haber servido a las órdenes de los torturadores, y no solo infringiendo torturas puntuales, sino aplicando sus conocimientos y teorías en las extorsiones y labores de espionaje. La risa adquiere en este punto un cariz reflexivo. Otras veces la risa es mucho más agreste, como cuando les toca disimular mientras pasan los coches de seguridad. Aquí el humor se fundamenta en la inmediatez y la eficacia de los lazzi de la comedia del`Arte, recupera la vieja tradición de la pantomima y, en mi opinión, logra unas fantásticas transiciones entre situaciones que en algún caso, como el sketch de los borrachos, constituyen los mejores momentos del espectáculo. De pronto, vuelve a subir el nivel en las desternillantes discusiones repletas de tópicos marxistas y freudianos en las que se enzarzan continuamente. En este caso puede percibirse el rechazo que sentía de la Parra por las consignas totalizantes, propias de los discursos populistas.

En conjunto logra un buen ritmo cómico con sus efectos y sorpresas mientras desarticula y relativiza la importancia de dos de los pilares intelectuales fundamentales del siglo XX.

El desencanto no es baladí, sino que es una sensación que recorre gran parte de la actividad cultural de fines de siglo. El pensamiento post-moderno ha hecho tambalearse los cimientos de la cultura occidental, operando una suerte de relativismo desengañado muy similar al que practica de la Parra. Por eso su obra es relevante y lo hace, como decíamos al principio, un valioso interlocutor con la época en la que escribe.

Recuérdalo: no habla él [el dramaturgo] en sus obras.

Habla su tiempo.

Sólo la casualidad (la biografía, las circunstancias históricas, las desgracias y satisfacciones personales) lo han escogido como vehículo de los sueños y pesadillas de su época.[7]

Ahora bien, llegando al final parece que, sin dejar de jugar con la ambigüedad de lecturas, resuelve en una propuesta de acción, ya que los dos protagonistas deciden “actuar” juntos. Revindica la necesidad de recuperar en alguna medida los viejos ideales

SIGMUND: (…) Ah, a veces yo pienso que lo único que realmente ayudaría sería atreverse… tratar de volver a lo que éramos… Tratar de juntar coraje y volver a nuestros puestos, los sitiales que dejamos vacíos… ¡Y que siguen vacantes!... Ah, usted sobre todo, Carlos, debería volver… Ahora, cuando más se necesita una mente como la suya… (Pág. 134)

El momento en el que Sigmund recita el discurso inaugural de La Primera Internacional (en la obra que vimos en clase al final se le unía Carlos), tiene una carga emotiva en la que de la Parra parece reconciliarse con el personaje histórico, real de Karl Marx, o al menos con un aspecto de su ímpetu revolucionario, y al ponerlo en boca de Freud, también rescata su validez. No la de los personajes Sigmund y Carlos que son, como trataré de comentar ahora, otra cosa.

LA PROPUESTA FORMAL DE MARCO ANTONIO DE LA PARRA

La secreta obscenidad de cada día que conocemos, es la segunda versión de una obra más corta que Marco Antonio de la Parra escribió para un Festival realizado en el Salón de Actos del Club de Campo del Colegio Médico en colaboración con León Cohen. En principio las modestas aspiraciones del proyecto pudieron influir en la sobriedad escenográfica con que está concebido el espectáculo, pero lo cierto es que el modelo teatral que propone en esta obra Marco Antonio de la Parra, es uno de sus mejores aciertos. Todo el peso estructural de la obra recae sobre sus dos personajes. La obra “es” los personajes; el argumento es mínimo. De hecho, la espera para cometer el exhibicionismo o el atentado terrorista, no es más que un atributo definitorio de los personajes. De la Parra despoja al teatro de todo lo contingente y focaliza su atención en lo esencialmente dramático: el personaje en su peripecia trágica. La evolución de las artes audiovisuales en el último siglo ha obligado al teatro en muchos casos a reivindicar su especificidad, sus elementos patrimoniales e intransferibles a otros medios como el cinematográfico o el televisivo, y ésta es precisamente la estrategia de Marco Antonio de la Parra al focalizar su atención en el trabajo del actor en relación a un personaje tan complejo que supera todo intento de categorización. Se trata del ejercicio efectuado por Samuel Bekett en Esperando a Godot, lo cual no limita para nada su mérito, sino que demuestra el buen criterio con el que de la Parra selecciona e incorpora las propuestas que ofrece la “tradición vanguardista” del siglo XX. Su noción de personaje es actual y madura. Para nada ingenua. Conocedor de las teorías brechtianas del desdoblamiento implícito del carácter en su contrario, del personaje definido como una serie de rasgos binarios distintivos, explota todos los recursos semánticos a su alcance y juega con todos los grados de realidad que confluyen en el personaje teatral.

Patrice Pavis, en su Diccionario del teatro, Comienza su definición de personaje así:

El personaje es probablemente la noción dramática que parece más evidente, pero en realidad presenta las mayores dificultades teóricas[8]

Todo el artículo que ilustra el lema “personaje” en el diccionario de Pavis es de gran interés para comprender el tipo de personaje en el que está trabajando Marco Antonio de la Parra, y el estado de disección en el que se encuentra el concepto “personaje” cuando lo elige como elemento motriz de su obra. Es muy interesante cotejar los grados de realidad del personaje que Pavis rastrea en el personaje de Hamlet, con las distintas realidades que representan los personajes de Marco Antonio de la Parra. En estos últimos no me atrevería a asegurar que exista un orden jerárquico de más general a más particular, sino que más bien, los planos de realidad se superponen, adquiriendo mayor o menor relevancia dependiendo del momento de la obra. De hecho puede argüirse contra semejante traslación que el esquema de Pavis está basado precisamente en categorías que identifican grados de croncrección en la realidad representada por los personajes. Pero aún así parece productivo aplicar esa terminología para describir los distintos caracteres que confluyen en los personajes de La secreta obscenidad de cada día. El esquema trasladado quedaría más o menos así:

Todas estas facetas del personaje no tienen una relación de más general a más particular, sino que en realidad conviven en un grado simultáneo de realidad: el del personaje teatral. La causa debemos buscarla en la inorganicidad de sus protagonistas. Mientras que Hamlet es un conjunto compacto de rasgos, que se define más como esencia que como carácter individualizado, es decir, tiende a lo universal; los personajes de de la Parra tienden a lo fraccionario. Lejos de la representación monolítica e inequívoca de Una de las Pasiones Humanas, el rasgo dominante en los personajes de La secretea obscenidad de cada día es la ambigüedad. Nos es imposible decidir de quién se trata en realidad, que ideales representan… el propio Sigmund al final de la obra cuestiona su propia identidad

CARLOS: ¿Cómo? ¿Acaso usted no es realmente Sigmund Freud?

SIGMUND: ¿Y si no lo fuera?... ¿Seguiría considerándome su amigo?

El héroe de la actualidad es un ser que duda, que fracasa, que se cuestiona. La arrogante clarividencia de otras épocas ha sido brutalmente expulsada del siglo XX a golpe de Holocausto, injusticia y hambre; en su huida ha dejado una escéptica insatisfacción que nos impele a cuestionar lo más evidente, a guardarnos temerosos de todo lo que recuerde lejanamente al dogmatismo. Los héroes de Marco Antonio de la Parra reflejan en sus carácteres este rasgo de la postmodernidad, pero también lo refleja la ambigüedad de la técnica teatral con que están construidos. Es por ello que creo en la relevancia indiscutible de esta obra para la Historia del arte


[1] Todas las citas de la obra La secreta obscenidad de cada día están extraídas de la versión fotocopiada que recogí en reprografía.

[2] De la Parra, Marco Antonio. Para un joven dramaturgo (Sobre Creatividad y Dramaturgia). Madrid, Teoría escénica, Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas, 1993, p. 19

[3] Marco Antonio de la Parra, La mala memoria, Santiago, Planeta Chilena, 1887, p. 87

[4] Marco Antonio de la Parra, La secreta obscenidad de cada día, Infieles, Obscenamente (in)fiel, Santiago, Editorial Planeta, 1988, pag. 47.

[5] De la Parra, Marco Antonio. Para un joven dramaturgo (Sobre Creatividad y Dramaturgia). Madrid, Teoría escénica, Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas, 1993, p. 29

[6]Freud y Marx ¡por Fin! Fueron Desmitificados y Dejados al Desnudo” Carcajadas para gente de todos los credos políticos en “La secreta obscenidad de cada día”Crítica de Rigoberto Carvajal, El Mercurio, 19 de mayo de 1984

[7] De la Parra, Marco Antonio. Para un joven dramaturgo (Sobre Creatividad y Dramaturgia). Madrid, Teoría escénica, Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas, 1993, p. 51.

[8] Patrice Pavis Diccionario del teatro: dramaturgia, estética, semiología. Trad. Fernando de Toro. Ed. Paidós comunicación. 1980, p. 354

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