miércoles, 9 de mayo de 2007

Tecnología y civilización

La tecnología se adhiere al ser humano, como a otros primates, con total naturalidad; una naturalidad no instintiva en el mismo sentido que el llanto primero que abre los pulmones, sino basada en la predisposición genética a la curiosidad y a la observación minuciosa sobre todo durante los primeros años de vida. Pero para el ser humano la evolución no se detuvo ni mucho menos en el homo habilis, sino que continuó con su rigurosa selección, que ahora incorporaba las aptitudes científicas, durante millones de años hasta llegar al homo sapiens, que es el mono que piensa, aunque a muchos nos parece que hace más justicia a la verdad considerarlo el mono que dice que piensa, es decir: el que habla. Con la capacidad del habla se favorece la comunicación y la sociabilidad, y gracias al buen entendimiento y la distribución de tareas, optimizadas progresivamente con ayuda de la tecnología, el ser humano llega a disfrutar de cierta calidad de vida en el entorno hostil de la naturaleza. Es el momento, pues, de detenerse a ejercitar su nueva habilidad oratoria para perfeccionar y matizar las explicaciones a cerca del origen del universo y del significado de sus manifestaciones. Y digo perfeccionar y matizar porque las preguntas trascendentales y los atisbos de respuesta ya estaban seguramente ahí, pintados de carmesí en forma de búfalo en las paredes de una cueva o relatados entorno a la hoguera de padres a hijos en una suerte de mitologías familiares. De lo que se trataba ahora, en la época de las primeras “grandes civilizaciones”, era hacer valer esas explicaciones cosmogónicas por encima de otras explicaciones, y, por supuesto, lograr con ello la máxima rentabilidad en términos de relaciones de poder para el estamento privilegiado. Según Habermas, Las denominadas civilizaciones o culturas superiores se diferencian de otras formas sociales más primitivas en tres puntos fundamentales: «1) por la existencia de un poder central (organización estatal del dominio frente a la organización por parentesco); 2) por la división de la sociedad en clases socieconómicas (distribución de las cargas y compensaciones sociales entre los individuos según su pertenencia a las distintas clases y no según las relaciones de parentesco); 3) por el hecho de que está en vigor algún tipo de cosmovisión central (mito, religión superior) que cumple la función de una legitimación eficaz del dominio»[1].

La tecnología en este tipo de sociedades es indispensable para garantizar un excedente de producción con respecto a las necesidades primarias, pero no pasa de tener un carácter instrumental, ya que la supremacía de determinada civilización depende de la capacidad para distribuir ese excedente de manera desigual al tiempo que legítima, con lo que su eficacia queda subordinada a la denominada cosmovisión central de la que la legitimación de cada civilización depende. El conflicto de intereses que esta situación produce, explica en cierta medida la reticencia, cuando no la oposición rotunda, de las religiones hacia los avances tecnológicos.

Pero paradójicamente, con el paso de los siglos, la naturaleza investigadora del homo habilis se impone paulatinamente a las sofisticadas explicaciones cosmogónicas del homo sapiens, lo cual se verifica en una presencia cada vez más determinante del avance tecnológico. La cantidad de excedente que el avance de la tecnología reportaba a las clases no privilegiadas como los artesanos y comerciantes, produjo desavenencias en la manera en cómo este excedente debía ser repartido. Esta situación conduce a las revoluciones burguesas y, con ellas, a un cambio de paradigma en la legitimación eficaz del dominio mucho más favorable al desarrollo científico-tecnológico.

Con el positivismo de principios del XIX se llega incluso a legitimar el estudio naturalista científico del ser humano: lo que es válido para explicar los fenómenos naturales del planeta ha de serlo también para explicar el proceso evolutivo del ser humano. Caen los mitos, se desvirtúan viejas y retorcidas explicaciones, y se impone el claro y conciso empirismo basado en resultados.

Este fenómeno es conocido con el nombre de secularización y está directamente relacionado con el sistema de producción capitalista occidental. Max Weber, un sociólogo alemán que desarrolló su obra en las primeras décadas del siglo XX, define este momento de secularización como un desencanto o desembrujo de las concepciones mágicas del mundo específico de occidente. Este desencanto del mundo viene acompañado por un proceso que Weber denomina racionalización, también específico del mundo occidental, que consiste en la aplicación de la acción racional con respecto a fines en el plano de lo social así como se venía aplicando en el desarrollo tecnológico industrial. Se trata de una optimización de las acciones en busca de resultados cuantificables económicamente, y que determina en la sociedad moderna desde la organización del Estado hasta las conductas moralmente aceptadas.

En efecto, durante las primeras fases del capitalismo en la época de las revoluciones industriales, el máximo beneficio regulado por la ley natural de la oferta y la demanda, era el principio al que se debía tanto la investigación científica como el nuevo modelo de Estado basado en el culto al trabajo y en la expansión colonial. Pero la ideología del libre intercambio no vino acompañada por un aumento de la justicia y el nivel de vida como prometía, ni siquiera en el seno de las sociedades industrializadas. Al contrario, la distinción de clases que había caracterizado a las civilizaciones tradicionales continuaba imponiéndose de manera violenta, aunque la ausencia de una legitimación del dominio de carácter mítico, trascendente e incuestionable, hacía evidente la contradicción de este estado de cosas, permitiendo así, por primera vez en la historia, que la clase subordinada tomara conciencia de sí misma de manera sistemática y organizada. En lo fundamental no se había llegado a la pretendida emancipación de un sistema que legitimaba el reparto desigual de los excedentes de producción con arreglo a los intereses de la clase apoderada. En su análisis del valor-trabajo, Marx introduce el concepto de plusvalía que desenmascara esta situación y revela la injusticia social que comporta el liberalismo desatado y sin contenciones.

Llegamos así a una fase más evolucionada del capitalismo en la que se hace necesaria la mediación de organismos Estatales en la distribución de las riquezas. Se permite un espacio de manipulación del estado en detrimento del derecho privado pero que garantice el buen funcionamiento de la sociedad y la revalorización constante del capital. El trabajo-producción se inscribe en lo que Habermas denomina el Marco Institucional, que puede ejercer un control mayor o menor sobre la gestión de la riqueza y la propiedad privada. Los sistemas comunistas llevados a la práctica durante el siglo XX, han consistido en extremar este control de la riqueza en manos del Marco Institucional. También los regimenes totalitarios fascistas, han ejercido en muchos casos el papel de gestor de recursos con un modelo de economía planificada. Pero si nos detenemos a analizar en profundidad dónde radica el poder de legitimación de estos sistemas, siempre aparecerá la racionalización de fondo en todas sus justificaciones. La acción racional con respecto a fines, propia de la investigación científica y que sustituyó en muchas parcelas de lo humano otro tipo de acciones encaminadas a cumplir responsabilidades trascendentales, se impone en estos sistemas de la misma manera que lo hace en el capitalismo. Quizás las experiencias fascistas han tenido tradicionalmente un componente conservador tradicionalista y retrógrado (sobre todo en el caso español) que obligaría a matizar mucho estas observaciones. Pero el caso de los comunismos, con su vocación progresista y tecnócrata, no se puede negar que representan el intento de racionalización absoluto de un capitalismo ideal. Žižek considera que el error de Marx reside en pretender la superación del capitalismo a través de la “fantasía capitalista definitiva”, que él define como la fantasía del movimiento perpetuo de autorrevolución del capitalismo que explota libremente cuando se lo libera de sus obstáculos inherentes[2].

Ahora bien, lo que Marx puso de manifiesto y la historia misma se encargó de corroborar, fue que las sociedades industrializadas basadas en el trabajo-producción, debían generar un Marco Institucional en el que inscribir sus actividades para regularlas. Lo que critica Max Weber y tras él Marcusse, es que al aplicar el principio de racionalización también al Marco Institucional, esta racionalización, por así decirlo cientificista, se convierte en la base de la ideología en las sociedades modernas. Una ideología perniciosa en tanto que sustitutiva de las cosmogonías tradicionales, y que para Marcusse constituye un peligro especialmente acuciante por el componente de agresión a la naturaleza que comporta.

Pero Habermas va más allá: la racionalización entendida como acción racional con respecto a fines es perfectamente aplicable al trabajo-producción de la misma manera que es aplicable en los experimentos empírico-científicos. En estos casos el objeto racionalizado es un elemento pasivo de la naturaleza y los resultados son cuantificables en términos numéricos que se mantendrán constantes en sucesivas pruebas a igualdad de condiciones. Sin embargo, el Marco Institucional constituye una “interacción simbólicamente mediada”[3], cuyo objeto de racionalización no es un elemento pasivo, sino que se trata de un organismo complejo como es la sociedad, que reacciona, muta y se reorganiza constantemente ante las medidas a las que el Marco Institucional lo somete. Esto provoca, entre otras cosas, que las experiencias que se proponen no puedan ser reproducidas en igualdad de condiciones en sucesivas ocasiones. Cuando queremos saber a cuántos grados hierve el agua, la calentamos y medimos la temperatura en el momento de ebullición una, dos veces, y una tercera para corroborar los datos; a partir de ahí podemos deducir con un margen pequeño de error cuál será el comportamiento del agua en esas condiciones térmicas en experiencias posteriores. Pero si de lo que se trata es de conocer cuál será la reacción de la población ante una determinada acción dependiente del Marco Institucional, como por ejemplo, la invasión de un país extranjero para incrementar el control comercial o estratégico en esa zona, no puede aplicarse sencillamente la técnica de ensayo-error, ya que la opinión pública variará en razón de parámetros como, por ejemplo, los resultados de iniciativas similares precedentes, la visibilización que los medios de comunicación preste a los pormenores de dicha acción política, el esfuerzo propagandístico de los distintos partidos políticos a favor o en contra de la iniciativa, las desviaciones de las preocupaciones sociales hacia otros temas de la política en el momento concreto de aplicación de la medida… en fin, una serie de factores determinantes que no solo no se repetirán exactamente igual en el futuro sino que además, en muchos casos, serán inducidos.

Habermas plantea una interesante comparativa entre el funcionamiento del Marco Institucional frente al de los sistemas de acción racional con respecto a fines, en la que concluye que si queremos hablar de un principio de racionalización en ambos casos, tendremos que hablar de dos tipos de racionalización: por un lado una racionalización como búsqueda del “aumento de las fuerzas productivas; extensión del poder de disposición técnica” para el ámbito del trabajo-producción tecnológico; y otra racionalización, aplicable al Marco Institucional que consistiría en la “emancipación, individuación; extensión de la comunicación libre de dominio” ya que ésta depende de la interacción simbólicamente mediada, que es decir el lenguaje. De nuevo aflora la ancestral oposición entre el Homo habilis, productor, y el homo sapiens, conversador.

Lo interesante de este nuevo concepto de racionalización es que desenmascara precisamente la falta de aplicación que ésta tiene en la realidad. Mientras que en el plano legislativo sí parece existir una voluntad enderezada hacia el cumplimiento de esta comunicación libre de dominio, que estaría relacionada con la libertad de expresión y la búsqueda de transparencia en los asuntos que afectan a la comunidad, lo cierto es que en la realidad, las mayores cotas de dominio ejercidas por los poderes particulares, en la actualidad son ejercidas, precisamente, sobre el control de la comunicación y de la información. Otro punto revelador de esta teoría es que pone en evidencia cómo el trabajo-producción se inscribe en el Marco Institucional, es decir, que por lo general se subordina a él, ya que su desarrollo depende de la legislación institucional, y de la legitimación, muchas veces de orden moral, que éste le provea. A esta subordinación se debe el estancamiento de muchas tecnologías. Si en el desarrollo tecnológico, que se relaciona como hemos dicho con la productividad y el trabajo, solo se produjera la acción racional con respecto a fines, no tendría límites su evolución, pero al estar subordinado al Marco Institucional, lingüísticamente mediado, donde la racionalización funciona de manera distinta, si es que funciona de alguna manera, se producen desequilibrios y desarrollos asimétricos en los avances tecnológicos. Ejemplos de este tipo de situaciones podrían ser la moratoria nuclear, la penalización de los estudios con células madre o el estancamiento en la investigación en energías renovables sustitutas del petróleo.

En el seno del Marco Institucional existen subsistemas, como son la economía o el aparato estatal, que por su elevada complejidad y función instrumental dentro del sistema capitalista son concebidos como tecnologías. La Economía y la regulación del estado parecen consistir en una serie de acciones preventivas para garantizar el desarrollo capitalista, de la misma manera que un mantenimiento periódico y preventivo de la maquinaria garantiza el buen funcionamiento de un coche. Pero en esta percepción tecnológica de los subsistemas del Marco Institucional nos estamos olvidando de su naturaleza lingüísticamente mediada, y cuya racionalización debería consistir en “emancipación, individuación; extensión de la comunicación libre de dominio”. El funcionamiento de subsistemas dentro del Marco Institucional como la política y la economía, en la mayoría de democracias actuales, es percibido por la población como una labor técnica que debe ser llevada a cabo por los tecnólogos especializados en esas materias. Esto es así hasta tal punto que las decisiones que se toman en estos campos no deben ser sometidas al debate público. Se trata de cuestiones prácticas cuya solución “no está referida a la discusión pública, ya que lo único que ésta haría sería problematizar las condiciones marginales del sistema dentro de las cuales las tareas de la actividad estatal se presentan como técnicas”[4], es decir, que la gente empezaría a cuestionarlo todo, desde las leyes del régimen electoral hasta la paridad genérica entre los representantes, y así nunca se podría avanzar en el camino trazado. A esto lo llama Habermas proceso de despolitización, indispensable para el buen funcionamiento de las democracias actuales.

La despolitización consiste en la delegación del poder democrático de la ciudadanía en manos de unos cuantos poderosos con intereses no siempre legítimos por el hecho de ser productivos. Ni que decir tiene que estos poderosos casi nunca ejercen el poder de manera directa y atendiendo exclusivamente a sus prioridades e intereses; las relaciones de poder no pueden expresarse nunca en términos binarios ya que atraviesan todos los estratos y no terminan jamás (Foucault p. 22).

Noam Chomsky se refiere a esta división en las sociedades actuales, que él considera de clase, con los términos “clase especializada” para aludir a los tecnócratas que ostentan el poder, y “rebaño desconcertado” para el resto de la población. Un rebaño disperso, heterogéneo, contradictorio, impredecible a veces, pero que en lo fundamental ha sido desposeído del poder de toma de decisiones en las cuestiones más trascendentes de la gestión del estado. Por supuesto esta despolitización es una cuestión problemática para la masa que no puede dejar de concebir la totalidad del Marco Institucional como una cuestión ligada a la comunicación y no solo un problema técnico. El sistema de elecciones periódicas está encaminado precisamente a mitigar esta contradicción, pero en la realidad, la influencia que ejercen los votos en la gestión política solo atañe a cuestiones superficiales del sistema como el aumento o disminución de las libertades individuales. Cuestiones que pueden ser muy pertinentes en casos concretos de vidas concretas, pero que no alteran en nada el funcionamiento profundo del sistema.



[1] Habermas, Jürgen (1984): Ciencia y técnica como “ideología”. Ed. Tecnos (grupo Anaya S. A.) Madrid, p. 72

[2] Žižek, Slavoj (2005): La suspensión política de la ética. Buenos Aires. Editado por el Fondo de Cultura Económica p. 47

[3] Habermas, Jürgen (1984): Ciencia y técnica como “ideología”. Ed. Tecnos (grupo Anaya S. A.) Madrid, p. 70

[4] Ibid. P. 85

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