domingo, 13 de mayo de 2007

Memoria del curso de Meri Torras

MEMORIA DEL CURSO DE MERI TORRAS

La profesora Meri Torras comenzó su curso haciendo una valoración retrospectiva de lo que aporta la crítica feminista, ya no solo en el ámbito literario sino en todo discurso crítico, por la reflexión que supone en cuanto a la identidad del individuo, siempre sujeto a unos condicionantes inevitables impuestos por el poder, entendido éste en términos de convenciones culturales heterosexuales y fálicas. El texto de Judith Butler “Sujetos de sexo/ género/ deseo” es un claro ejemplo de esta tendencia en la crítica feminista. En él, se afirma que el género es un efecto del discurso —hegemónico por supuesto— y trata de dilucidar cuáles son los mecanismos por los que el género se convierte en algo aparentemente natural. Para ello no solo problematiza el estatuto de mujer-sujeto sino que, mediante una reflexión profunda a cerca de qué es un género y cómo influye en esa categorización el sexo y el deseo, involucra también en el debate a los márgenes de la heterosexualidad. Para ella, una prueba fehaciente del carácter totalmente construido del supuesto original heterosexual es precisamente la reproducción de estos constructos en marcos no heterosexuales, produciendo así una especie de “copia de la copia”. Este mismo mecanismo puede aplicarse al constructo de la mujer-sujeto para el cual siempre se han volcado valores, casi siempre por oposición, del supuesto sujeto original masculino.

Continuando con su análisis retrospectivo, Meri Torras sintetiza los movimientos experimentados por la crítica literaria en el siglo XX: tradicionalmente ha habido dos perspectivas investigadoras: la diacrónica, que comprende la Historia de la Literatura, y la Literatura comparada; y la sincrónica, que comprende la Teoría de la Literatura y la crítica literaria. No obstante, en las últimas décadas del siglo XX, debido a los profundos cuestionamientos epistemológicos que han operado ciertas corrientes teóricas, asistimos a una reorganización de este mapa teórico en el que la Literatura comparada y la Teoría de la Literatura se relacionan profundamente dejando en una parcela aparte a la Historia de la Literatura. La Crítica literaria, por su parte, tiñe todas las aproximaciones a la literatura en general. De la misma manera, el feminismo puede considerarse un gesto que impregna todos los cuestionamientos del orden hegemónico establecido, precisamente por su constante posición de “crítica”. La capacidad del feminismo para romper los fundamentos de la crítica en todos los campos, para “perturbar las bases”, es equiparable a la reivindicación de los países colonizados y otras “minorías” ante la imposición de la crítica hegemónica. Judith Butler advierte en este punto el peligro de caer, como lo ha hecho algún sector de la crítica feminista, en un excesivo reduccionismo de las problemáticas sociales, trasladando en todas ellas el mismo modelo de crítica al falogocentrismo. Sin dejar de ser incuestionable el valor, porqué no decirlo: fundacional, de este gesto perturbador del feminismo sobre el posicionamiento discursivo del patrón hegemónico establecido, no debemos caer en la simplificación de identificar al enemigo como una forma singular, “ya que éste es un discurso invertido que imita la estrategia del opresor sin cuestionarla, en lugar de ofrecer una serie de términos diferentes”. Esta crítica a ciertas posturas feministas reduccionistas, la encontramos también en la obra de Gayatri Chakravoty Spivak. En su artículo “Can the subaltern speak?” se cuestiona el excesivo esencialismo de cierto sector de la crítica autodenominado “feminismo del tercer mundo”.

La crítica más actual, consciente del posicionamiento particular y partidista en todo acto de lectura, focaliza la atención en le Receptor como productor de significado. Este lector, siempre ciego a ciertos “agujeros” del texto, va a realizar siempre una interpretación sesgada por los condicionantes de un sexo, una cultura etc. El texto de Paul De Man “Retórica de la ceguera: Derrida lector de Rouseau” representa un finísimo análisis de cómo toda lectura, por objetiva que se pretenda, es producto de una selección y de una recodificación interesada del material textual primigenio. En el centro de este debate se sitúa un elemento que hasta hace poco la crítica había intentado expulsar del discurso literario: la ideología. En cambio, ahora la tendencia es a la visibilización de la ideología. Se reconoce que todas las críticas son ideológicas y se plantea la necesidad de problematizar o explicitar la incorporación del “yo”. Se borran las distancias entre objetividad y subjetividad y el “objeto” se transforma en el “sujeto”. En este sentido podemos rastrear la red de estructuras ideológicas del poder que han sido preponderantes a base de silenciar otras críticas periféricas, que no han ocupado la situación de poder. Como dice Spivak, la crítica occidental-masculina ha cometido el peligroso ejercicio de proclamar su absoluto empirismo, borrando en ocasiones, aunque no de manera perversa, los presupuestos ideológicos en los que se asienta. Este pretendido empirismo que se identifica con lo Universal y Neutro, expulsa por su mera presencia de sí, a categorías de diferencia, como la establecida desde la categoría mujer, de negro, de loco…

Ahora bien, y esto es una cuestión que Spivak deja bien clara, el rango de subalternidad que ostenta la mujer negra o del tercer mundo no es comparable a ningún otro, ya que sufre una doble discriminación: por parte del sujeto hegemónico en general y por parte del sujeto masculino en particular. Es muy ilustrador en este sentido el poema Frame (1980). Debido a esta doble marginalidad la voz de la mujer negra no puede ser escuchada y por eso todos sus intentos de hablar dan en el “silencio”. Al mismo tiempo, la mirada de la voz narradora no puede sino situarse en un afuera del marco inaccesible, en el que transcurre la brutal escena, aunque al final hace una aseveración, “Digo que allí estoy”, a través de la cual la autora parece acreditarse como válida para orquestar la denuncia, para situar su voz en el lugar dónde debiera haber estado la “otra voz” que ha sido silenciada. Los puntos en común de esta propuesta de suplantación estratégica, con la idea que Spivak desarrolla de representación (entendido como verterllung), y la responsabilidad del intelectual de ejercerla con fines políticos, son irrefutables.

Para la siguiente sesión leemos el texto de Diana Fuss “Dentro/fuera”. En él se reflexiona acerca de los mecanismos de producción de sentido, a menudo basados en la oposición de contrarios, ya que cualquier identidad se establece “de forma relacionada, constituyéndose con referencia a un exterior o (a) fuera, que define los propios límites interiores del sujeto y sus superficies corpóreas”. La crítica de Fuss tiene como objetivo la problematización de las categorías heterosexual/ homosexual, insuficientes para dar cuenta de una realidad que no es polar por naturaleza y tampoco binaria.

Durante la clase no se aborda directamente este tema. Meri Torras propone el debate de la existencia o no de una marca femenina en el texto y por consiguiente si esa marca le es accesible al escritor masculino o si por el contrario esa marca es sólo accesible al emisor femenino avalado por su “experiencia” vital. El diálogo en la clase, muy abierto y participativo por cierto, nos lleva al punto central y más problemático de la cuestión: la categoría mujer ¿es una categoría natural, biológica, previa inmutable y esencial, o bien es social, cambiante, construida y transitoria? La profesora Torras remite en este punto a un texto de Diana Fuss en el que determina que éste es un falso debate. Mujer es una palabra y el lenguaje es esencialista. Lo “sexual” es por tanto “textual” de manera que lo que hay que abordar es la red de significados que constituyen a la mujer, porque estarán siempre presentes aunque no nos demos cuenta.

Después vemos “Ajuste de color”, un documental sobre la imagen del negro ofrecida por la televisión norteamericana a lo largo de toda su historia. En este documental se puede observar el esfuerzo constante del sistema por incluir los márgenes al centro, generando por supuesto nuevos márgenes que de nuevo serán fagotizados estratégicamente por el centro. En el caso de la televisión norteamericana se observa un complejísimo mecanismo de producción en el que se conjuga talento artístico, niveles de audiencia, estrategia política, y sobre todo y ante todo, interés económico. En mi opinión la visibilización de la raza negra en la televisión, no es un instrumento completamente válido para juzgar el grado de visibilización de los negros en la sociedad en general. La razón es precisamente que en última instancia la televisión, y más aún las series televisivas (el corpus fundamental del documental), no son más que una plataforma publicitaria para las empresas que las patrocinan, de manera que la aparición o no de los negros dependerá del interés que consiga despertar determinada serie en los espectadores, de la raza e ideología mayoritaria de los propietarios de aparatos de televisión en un momento determinado, de las tendencias o modas imperantes, y en definitiva, de infinidad de factores superfluos que hacen que los anunciantes patrocinen o no esas series, y que no tienen necesariamente que ver con las realidades sociales de las etnias minoritarias representadas.

La siguiente sesión comienza con una introducción en la que se cita a la escritora María Lugones, escritora mestiza y del mestizaje. En el relato que nos lee Meri Torras, se muestra el lugar intermedio en que se encuentran unos niños mejicanos criados en Estados Unidos de vuelta a Méjico para visitar a su abuela. Estos niños son extranjeros en todos lados. Su condición apátrida refleja una carencia identitaria en principio, pero que María Lugones considera un lugar privilegiado desde el que abordar los conflictos culturales.

Después vemos el documental “Venus Boyzs”, sobre mujeres transexuales y hermafroditas. Realmente el documental sirve para ilustrar muy efectivamente a qué se refería Diana Fuss cuando decía que la oposición heterosexual/ homosexual, no podía bastar para reflejar la realidad ya que en la realidad las opciones sexuales no son binarias sino infinitas. En el ser humano, la opción sexual afecta al deseo, es decir, un sujeto puede verse atraído por mujeres u hombres. Pero lejos de ser éstas opciones excluyentes, hay una gradación infinita entre una pulsión y la otra. Suponiendo que esta gradación fuera un segmento en el cual uno de los extremos estuviera ocupado por los sujetos que se sintieran “exclusivamente” atraídos por hombres y el otro por los que “exclusivamente” se sintieran atraídos por mujeres, el centro aritmético de dicho segmento estaría ocupado por aquellos que son incapaces de decantarse por uno u otro sexo. Pero es que resulta que el apelativo de heterosexual u homosexual no solo depende de las apetencias sexuales, sino también del género del sujeto que tenga dichas apetencias. Pues bien, en el documental “Venus Boyzs” se verifica cómo la identidad genérica de los sujetos opera de la misma manera, como una gradación infinita entre el “macho puro” y la “hembra pura” (conceptos en mi opinión ideales) en cuyo centro podemos encontrar el personaje principal del documental: un hermafrodita con dos sexos que sencillamente decide no renunciar a ninguno de los dos ni decantarse por ninguno. A partir de aquí las combinaciones entre el eje del deseo y el de la identidad genérica se disparan de tal modo que casi resulta ridículo atreverse a dar una categorización limitada para reflejar la totalidad de las posibilidades.

El siguiente día de clase vemos “El celuloide oculto”. Se trata de un documental muy bien realizado, a partir del libro homónimo de Vito Russo, donde se habla de la relación que el cine ha tenido a lo largo de su historia con la homosexualidad. Desde una perspectiva actual, abierta y sin tapujos, críticos, guionistas, actores, espectadores, etcétera, analizan la evolución del homosexual en la gran pantalla desde su completa ausencia hasta un periodo más o menos de aceptación y normalización, pasando por una época de total demonización, claro. El documental es muy curioso ya que recoge entrevistas a personajes protagonistas de la Historia del Cine, los cuales cuentan anécdotas que revelan cómo el mundo gay ha estado presente en el mundo del espectáculo hasta puntos difíciles de imaginar. El documental hace un recuento de momentos de Cine que han hecho referencia, a veces de manera más explícita, a veces de forma muy velada a la realidad de la comunidad gay, que, al fin y al cabo, en sociedades más o menos puritanas, ha existido y existirá siempre en la misma medida.

Las últimas sesiones están destinadas a las exposiciones de los alumnos de una serie de textos: “La diferencia como prueba” de Scott, “Una poética de la diferencia” de Neuman, “Literatura Comparada: otredad, la literatura comparada y la diferencia”, “En esencia: feminismo, naturaleza y diferencia” de Fuss y finalmente el que trabajé yo con mi grupo, “La Universidad sin condición” de Derrida.

Supongo que cada cual en su memoria expondrá con mayor detalle el trabajo realizado con el texto que analizara, de manera que no me parece interesante comentar las lecturas de mis compañeras ya que seguro que ellas darán cuenta en sus trabajos de ellas mucho mejor de lo que yo pueda hacerlo. Intentaré pues, comentar la lectura que hizo mi grupo del interesante aunque a ratos oscuro, texto de Derrida.

“La Universidad sin condición” es una conferencia pronunciada originalmente en la Universidad de Stanford (California) en 1998. En ella Derrida reflexiona sobre el papel que tiene y el papel que debería ocupar la Universidad en la sociedad del presente y del mañana. Propone una universidad en la que no solo se practique la libertad académica sino una libertad incondicional, que le permita decir públicamente su opinión en todos los campos que exigen una investigación y un saber de verdad. La universidad debe hacer profesión de la verdad. En la sociedad tecnocrática, virtual, de las telecomunicaciones… en la que vivimos, se hace necesaria una reflexión acerca del papel de las Humanidades. Las Humanidades siempre tendrán que ocuparse de la teoría, un lugar en el que el estudioso profesa un estratégico como si. Este es el trabajo del profesor que realiza una especie de promesa, un acto performativo, relacionado con la fe, y no constatativo relacionado directamente con el saber. Derrida en este punto realiza un análisis de lo que significa el trabajo. De la necesidad de producir para alcanzar el rango de trabajador, de la situación del estudiante y del becario frente al trabajo… pero el trabajo no se reduce ni a la actividad del acto ni a la productividad de la producción aunque a menudo se confunden estos términos. Hoy en día sabemos mejor que nunca que una ganancia de producción puede corresponder a una disminución de trabajo. Nombra el libro de Jeremy Rifkin “El fin del trabajo”, en el que se postula una disminución cada vez más acelerada de la necesidad de mano de obra debido a las nuevas tecnologías, y presenta un futuro en el que el trabajo estará en manos tan solo de los intelectuales y de los profesores. Derrida hace notar la incoherencia de esta tesis con la cantidad de profesores de Humanidades en paro y la creciente marginación de tantos empleados a tiempo parcial, todos ellos infrapagados y marginados en la universidad, en nombre de lo que denomina la flexibilidad o la competitividad. Curiosamente la realidad de la situación del trabajo en el mundo globalizado de hoy día, es una terrible descompensación e injusticia más trágica en números absolutos de lo que lo ha sido nunca en la historia de la humanidad. Ésta jamás ha estado tan lejos de la homogeneidad mundializada: un amplio sector de la humanidad está sin trabajo allí donde querría tener trabajo o más trabajo, mientras que otro sector de la humanidad tiene demasiado trabajo allí donde querría tener menos, incluso acabar con un trabajo tan mal pagado en el mercado.

Finalmente Derrida termina su intervención con siete tesis sobre el papel que deberían desempeñar las nuevas Humanidades:

1- Trataría de la historia de lo “propio del hombre” opuesto a los rasgos propios de lo animal, y por consiguiente tendrán qué decir en cuanto al Derecho humano y los llamados “crímenes contra la humanidad”

2- Trataría la idea de soberanía relacionada con la incondicionalidad que se le supone. Esto no solo afectaría al derecho internacional y a los límites del Estado-Nación y de su presunta soberanía, sino también a la utilización que se hace del mismo en unos discursos jurídico-políticos que conciernen al sujeto ciudadano en general.

3- Trataría la historia del “profesar” y de la “profesión” del profesorado.

4- Trataría de historizar el concepto de literatura, el concepto de obra, de autor, de firma, de lengua nacional y de su derecho a decirlo todo (o a no decirlo todo) que funda la idea de soberanía incondicional que invoca la universidad.

5- Estamos asistiendo al fin de una determinada figura del profesor y de su supuesta autoridad, de manera que las nuevas Humanidades deberían problematizar la historia de la profesión y de la profesionalización del profesorado.

6- Tratarían la historia del “como si” y sobre todo, la historia de esa preciada distinción entre actos preformativos y actos constatativos, y hallar los límites de esta distinción.

7- El último punto cuestiona la posibilidad precisamente de que sea viable esa esperada universidad sin condición, ya que esa misma incondicionalidad dota de un poder a la universidad que rápidamente es aprovechado por los grandes capitales y los aparatos del estado para sus propios fines condicionándola de nuevo. No obstante debe ser éste el gesto que rija a las universidades en general y a especialmente a las Humanidades.

Trabajo para Nuria Girona

Nueva Historia.

No ha sido hasta este primer año de doctorado que he comenzado a iniciarme en la post-moderna tendencia crítica que relaciona Historiografía y Literatura. Ni que decir tiene, que mis lecturas y conocimientos son breves en este campo: varias reseñas de Internet sobre El queso y los gusanos, de Guinzburg (de las cuales me sería imposible recuperar la fuente), la novela de Ana Teresa Torres Doña Inés contra el olvido y diversos estudios críticos sobre ella que acarician el tema de su diálogo con la Historia, referencias sueltas en curso de Joan Oleza a la “nueva Historia” aplicadas sobre todo a la novela Soldados de Salaminas de Javier Cercas… mi análisis no puede ser muy profundo con estas herramientas, pero no concebía afrontar este trabajo sin abordar el tema, ya que me parece de una importancia tectónica en la construcción de la novela de Tomás Eloy Martínez. Él mismo pone las cartas boca arriba: en una entrevista realizada por Juan Pablo Neyret en el nº 22 de la revista Espéculo el autor de La novela de Perón y Santa Evita dice: “Por supuesto que hay una investigación periodística, porque para poder mentir bien, hay que saberlo todo”; y más adelante: “La novela de Perón y Santa Evita son novelas absolutamente impuras, porque contienen fragmentos de guiones, mezclas de géneros deliberadas…”; en el capítulo sexto de la novela, cuando el personaje narrador, del mismo nombre que el autor, está revisando las cintas de las conversaciones con Cifuentes, se lee: “si la historia es —como parece— otro de los géneros literarios, ¿por qué privarla de la imaginación, el desatino, la indelicadeza, la exageración y la derrota que son la materia prima sin la cual no se concibe la literatura?”; y en el capítulo séptimo: “Los hombres soñaban hechos, y luego la escritura inventaba el pasado. No había vida sino sólo relatos”… todos estos datos activaban resortes en mi memoria que me recordaban “la muerte de la Historia” postulada por Vattimo; la frase de Lacan “el lenguaje ha perdido la capacidad de representar la vida”; la hibridación genérica practicada por Guinzburg, Chastel (El saco de Roma), M. V. Montalbán (Autobiografía del General Franco, por citar un ejemplo), Eduardo Mendoza (La verdad del caso Sabolta); el concepto de “metaficción historiográfica de Linda Hudgeon, ya que evidencia los mecanismos técnicos desde la propia ficción de la novela… me parecía por tanto imprescindible tratar el tema de la Historia y de cómo aparece tratado en la novela de Tomás Eloy Martínez.

Uno de los puntos fundamentales de partida para acercarse al texto de Santa Evita es, cómo hemos señalado, la autoconciencia. La autoconciencia de estar escribiendo una novela, una ficción. El autor se ha esforzado por subrayar este punto ya que algunos críticos en ocasiones han tachado Santa Evita de novela histórica y es algo que lo “horroriza”. En su opinión es un problema de gran parte de la recepción argentina: “para el lector argentino, en particular, y más particularmente la Academia argentina, se trata de novelas históricas, porque trabajan personajes históricos muy fuertes. En el caso de otros lectores (…) no se les ponen atributos, son sólo novelas”[1]. Efectivamente, Tomás Eloy, al introducir nombres reales, momentos históricos y fragmentos de la realidad en un juego perpetuo con el lector, consigue crear lo que él llama un “efecto de verdad”, más allá de la verosimilitud. Y parece que lo consigue a juzgar por la cantidad de datos que periodistas y críticos han creído verdades cuando no eran más que puras invenciones: la frase que le dice Perón a Eva “no puedo darte la vicepresidencia porque tenés cáncer”, fue tomada por histórica e incorporada al pie de la letra en la película Eva Perón; las copias del cadáver, una invención necesaria según el autor “para que el coronel Moori Koening se confundiera con una Eva falsa y así el proceso de locura estallara”, fueron ratificadas a los quince días de salir la novela por un señor, conocido asistente de un escultor, que decía haber hecho las copias del cuerpo; el episodio del cadáver escondido tras la pantalla de un cine, que se le ocurrió después de una almuerzo con unos amigos al pasar por delante de lo que fue el cine Rialto, también ha sido verificado por algún despistado. Yo mismo he comenzado este trabajo enfatizando el valor historiográfico de su texto en el marco de una nueva concepción de la historiografía, y en cierto modo, creo que existe ese valor en un sentido que intentaré explicar más adelante. Pero quisiera dejar claro en este punto que la novela de Tomás Eloy Martínez debe ser considerada como pura invención y en ningún momento debe atribuírsele un carácter científico o testimonial. Es puro juego, pero si he querido relacionarlo con estas nuevas tendencias críticas post-modernistas, es precisamente porque se trata de un juego que nos hace reflexionar profundamente sobre la relación entre realidad y ficción, y sobre los mecanismos que hacen verosímil la Historia.

A partir de aquí quisiera analizar, aunque someramente, algunas de las técnicas que despliega en su novela Tomás Eloy Martínez, para lograr tan exitoso “efecto de realidad”.

Ficcionar la Historia

Como ya hemos dicho, uno de los presupuestos de las más modernas tendencias historiográficas es acercarse al relato histórico sin desdeñar los recursos del relato novelesco. El procedimiento consistiría en desarrollar un relato interesante, donde pueda generarse un alto grado de empatía entre el lector y los protagonistas y, porqué no, atractivo desde el punto de vista estilístico, a raíz de documentos, personajes, fechas y lugares pertenecientes al discurso historiográfico. Éste es el ejercicio de Carlo Guinzburg en El queso y los gusanos. El caso de Santa Evita no es exactamente igual porque a diferencia de Ginzburg, Tomás Eloy no aspira a la reconstrucción realista y cientificista, pero esto no obsta para que el germen de su estrategia narrativa esté justo ahí. Es por ello que la novela abunda en referencias a entrevistas, a testigos presenciales, a documentos oficiales y audiovisuales de la época, a nombres propios extraídos de la realidad, a fechas, a lugares contrastables en los archivos…

La parte de la novela en que se reconstruye la vida de Eva Perón, está concebida un poco a lo Ciudadano Kane, como tan acertadamente hace ver Carlos Fuentes en un artículo para La Nación, Méjico, en 1996. La figura de Evita va perfilándose a través de múltiples relatos que de ella hacen personas cercanas. Estas personas tienen nombre y apellidos como su madre, su estilista, su mayordomo… lo cual aumenta la “sensación de verdad” ya que el lector cree estar asistiendo a un relato poco menos que testimonial, cuando la realidad es que el escritor manipula, secciona, amplifica esta información primigenia según su legítimo criterio de novelista. Y esto por lo que respecta a la vida de Evita, porque cuando se trata del otro relato que contiene la novela, el de su muerte, ahí si que la paloma de la fantasía emprende su vuelo hacia las alturas, sin cortafuegos ni tenteplumas de ningún tipo. Además, para mayor confusión del lector inadvertido, Tomás Eloy elige para novelar los momentos más oscuros de la historia, los episodios no conocidos, lo que él llama “las zanjas ciegas de la vida de Eva Perón”.

Observemos de cerca algún ejemplo de cómo Tomás Eloy Martínez consigue ficcionar la Historia, con semejante grado de aceptabilidad. El ejemplo me interesa porque lo cita él mismo en la entrevista para la revista Espéculo que he mencionado en varias ocasiones. Se trata de la concentración del 22 de agosto de 1951, cuando se convoca al pueblo para un mitin peronista en el ministerio de Obras Públicas, en el que fue coreado el nombre de Evita, y donde el pueblo instó a la primera dama a aceptar la vicepresidencia. El gobierno peronista invitó a un millón y medio de personas, la mitad de ellas gente del interior a los que se les paga el pasaje, camiones, comida. Eva Perón no aparece en todo el acto y el pueblo empieza a gritar “¡Evita, Evita!” llegando a ofender a Perón que pide que se pare el acto. Esto es histórico, y también lo es que finalmente sale Evita y por alguna razón rechaza en público la vicepresidencia aunque todo parece estar dispuesto para que la acepte. Según Tomás Eloy Martínez, después de investigar en todos los historiadores, nadie explica ese acontecimiento, ni de dónde viene, ni dónde estuvo ni por qué dice que no… así que inventa un testigo, el peluquero “porque es muy probable que Eva, que era enormemente coqueta, se estuviera arreglando el pelo y pintando las uñas mientras espera que se hable”. A partir de esta conjetura, Tomás Eloy, con el permiso del peluquero Julio Alcaraz, inventa todo lo demás. Después, antes de publicar la novela, le muestra lo que ha escrito sobre él y, según nos cuenta en la entrevista, éste le responde: “yo no soy capaz de decir cosas tan inteligentes”, accediendo de buen grado a que se publique. No hay prácticamente nada de verdad en toda la escena, pero lo importante es que narra un episodio de base real que hasta el momento había quedado sin explicación, y dispone para él una causalidad desde el conocimiento profundo de los personajes y de la Historia posterior, tan coherente y sensata que no importa si ocurrió exactamente así, porque sirve perfectamente para explicar lo que pasó esa noche y los meses posteriores a esa noche, hasta la muerte de Eva.

El momento en el que Perón y Eva se conocen y la famosa frase “gracias por existir”, es otro ejemplo de ficcionalización de un episodio histórico con asombroso acierto. También utiliza la técnica del falso reportaje con el director de la orquesta que se lleva a Evita a Buenos Aires, Mario Pugliese “Cariño”, a quien Tomás Eloy nunca entrevistó. Pero ¿qué más da? ¿Quién mejor que este personaje extraído de la dudosa historia familiar de Eva Duarte en Los Toldos, para explicar esa miguita de realidad consistente en unos rumores extendidos a raíz de unas fotos tomadas de Eva agarrada al brazo del famoso cantante de tangos Magaldi? Tomás Eloy, ni corto ni perezoso, conjetura, fabula, inventa. A partir de la punta del iceberg destapa toda una trama, una historia de amor, unas navidades en las que Eva cuida de su amante, discusiones, rupturas, un café con leche tomado con “displicencia” la noche del velorio mientras sus amigos desfilaban por el Luna Park para despedir a Magaldi… Tomás Eloy recupera la anécdota trivial, que no lo olvidemos, es la materia con que se teje la realidad, pero que hasta hace poco había sido desterrada del grandilocuente discurso histórico que trataba de describir esa realidad.

“Para poder mentir bien, hay que saberlo todo”. En esta frase de Tomás Eloy Martínez se concentra prácticamente todo lo dicho en este apartado. Desde un conocimiento profundo de la Historia y por lo tanto de sus lagunas, Ficcionar la Historia significa fabular de manera coherente y verosímil los diálogos, acciones, sentimientos que pudieron darse en la realidad histórica de los personajes, o en la conveniencia artística de la novela.

Historiar la ficción

Pero no acaba aquí el particular compromiso con la realidad que adquiere Tomás Eloy en Santa Evita. Si la Historia es uno más de los géneros literarios y nos servimos de ella para lanzar nuestras conjeturas sobre la realidad ¿cómo desdeñar el resto de géneros literarios? En el corpus historiográfico que maneja Tomás Eloy, comparten el mismo estatus los documentos oficiales que las novelas o relatos de ficción. La misma exhaustividad con la que recopila entrevistas, documentales, partes de bodas, nacimientos, etcétera, que arrojen luz sobre la cuestión, recopila también toda la obra ficcional que ha tratado el tema de Eva Perón, y la incorpora a su novela creando un universo donde realidad y ficción se entremezclan hasta concienzudamente perder los márgenes que las delimitan. En un primer momento este trabajo no pretendía versar sobre la novela de Tomás Eloy sino más bien sobre el tema de Eva Perón partiendo de distintos acercamientos literarios que algunos autores habían hecho a su persona. Conforme terminé de leer la novela de Tomás Eloy Martínez me convencí de que allí estaban incluidas de alguna manera todas las obras escritas sobre Evita, o al menos, muchas más de las que yo pretendía abarcar en mi trabajo. La primera referencia explícita en la novela es al cuento de Walsh, en el capítulo segundo “Seré millones” cuando el personaje Tomás Eloy Martínez de la novela visita a la viuda del coronel Moori Koening y habla con ella de Esa mujer. En el capítulo octavo “Una mujer alcanza su eternidad” hace ya un repaso concienzudo de la imagen que la literatura ha dejado de la figura de Evita. Comienza por El examen novela de Julio Cortázar publicada con treinta años de retraso, habla de Ella un cuento de Juan Carlos Onetti de 1953, El simulacro de Borges, Eva Perón, una comedia de Copi estrenada en París, los poemas de Perlongher, El cadáver, El cadáver de la nación, y los cuentos de Evita vive, el musical de Tim Rice y Andrew Lloyd Webber… Curiosamente el único relato que deja de nombrar y comentar es el de Esa mujer, pero también Dante dedicó poemas de amor a todas las mujeres de su pueblito menos a una, para que la ausencia indicara el lugar de su amor. Tal vez Tomás Eloy viera una contradicción en señalar y valorar el relato desde el que él mismo estaba escribiendo, aunque más adelante incorpora al propio Walsh como personaje en el capítulo trece y se deja guiar abiertamente por él en la trama de su novela. En este apartado voy a tratar de estudiar la presencia de alguna de esas obras de ficción en la novela.

Esa mujer.

El relato de Rodolfo Walsh es fundamental, primordial, necesario, para la existencia de la novela Santa Evita. Es uno de los relatos más conocido y apreciado por el público argentino y al parecer por Tomás Eloy. Un detalle, sólo uno, perturba la continuidad perfecta entre los universos novelescos de Santa Evita y Esa mujer: el whisky. Mientras que en el relato de Rodolfo Walsh, el desquiciado coronel se aferra a la poca cordura que le queda a base de sorbos de whisky, en la novela de Tomás Eloy lo hace a base de ginebra. En todo lo demás, la fidelidad que ha guardado Tomás Eloy hacia el relato de Walsh es digna de un Derleth hacia un Lovecraft. Para empezar el personaje protagonista. Evita y su cadáver (la novela entrelaza los periplos de estos dos entes) son el motor o el foco en torno al cual se desarrolla la novela, pero el protagonista indiscutible, el personaje del que conocemos su peripecia y evolución a lo largo de la narración es el coronel Carlos Eugenio de Moori Koening, el mismo que en el relato de Esa mujer, aunque Walsh no da su nombre, sólo apunta que tiene apellido alemán. Toda la personalidad del coronel de Esa mujer está desarrollada en Santa Evita: su vasta cultura, su alcoholemia, la relación con su mujer y su hija, y por supuesto, la obsesión por el cadáver, su creencia de haber sido él quien enterró el cadáver “parado” en Alemania y el estado de semicordura en el que queda al final de su aventura. Después está la estructura de reportaje periodístico en forma de entrevista. La reconstrucción del pasado en formato de reportaje es también un hallazgo de Rodolfo Walsh, y cómo ya se ha comentado, es también la matriz estructural de la novela de Tomás Eloy. La última coincidencia del orden, por decirlo de alguna forma, macroestructural, es la constante alusión al título del relato, ya que en la novela, el coronel, y no solo él, se refieren al cuerpo de Evita como “esa mujer”.

Luego están las coincidencias puntuales o anecdóticas, porque en la novela de Tomás Eloy Martínez se desarrollan algunos (o todos) de los motivos argumentales que esboza el relato. Vallamos por orden.

  • La bomba que puso el “Comando de la Venganza” en el palier de su

casa es el episodio que da pie al coronel de Esa mujer a hablar del caso Evita y Tomás Eloy lo desarrolla en su novela: “A las doce estalló un cartucho de dinamita en el palier. Saltaron las ventanas, los jarrones, la vajilla. Las esquirlas de vidrio hirieron en el pómulo a la hija mayor. Tuvieron que llevarla al hospital: doce puntos de sutura.”[2] También incorpora las llamadas telefónicas amenazantes que mantienen a la familia aterrorizada y a la hija bajo prescripción psiquiátrica.

  • El mayor X es en la novela Eduardo Arancibia (Tomás Eloy advierte en

una nota a pie de página que los nombres de oficiales y suboficiales aparecen cambiados para respetar la voluntad de secreto, igual que en el relato) segundo del coronel, quién mató a su mujer en un supuesto accidente al confundirla con un ladrón en la oscuridad de la noche. La novela desarrolla una siniestra trama (casi se convierte por momentos en un relato de terror gótico) en la que Arancibia esconde el cadáver embalsamado de Evita en la boardilla de su casa y se obsesiona con él. Remedando el argumento del cuento de Barba azul, su mujer se hace con una copia de la llave y cuando su marido la encuentra fisgando a “su muerta”, la mata.

  • El capitán N del cuento se trata en la novela de Milton Galarza. En Esa

mujer se alude a un accidente de tráfico. En la novela se amplifica la información: un camión cisterna se abalanza sobre su furgón cuando trasladaba el cadáver.

  • En el cuento de Walsh, el entrevistador se enerva en un momento dado

y dice: “habría que romper todo”. A lo que el coronel responde “—Y orinarle encima”. En la novela, el coronel Moori Koening, en un arrebato de rabia tras el ataque con bomba a su domicilio perpetrado por el “Comando de la Venganza”, orina en el cadáver de Evita y ordena a sus suboficiales que orinen sobre él.

  • En el cuento de Walsh, el coronel cuenta cómo se abalanza sobre el

cuerpo “el gallego que la embalsamó” en un impulso necrofílico. A raíz de esta referencia puede estar construido el personaje de Roberto Ara de Tomás Eloy, aunque en la novela se matiza que esta pulsión que obsesiona al doctor con respecto al cuerpo embalsamado, no es del orden de lo sexual sino más bien del artístico, ya que la considera su gran obra maestra.

  • El dedo cortado con el fin de identificarla es otro elemento común.
  • “La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte”, dice el coronel de

Walsh refiriéndose al cadáver de Evita. En esta misma calle se ubica el despacho de Moori Koening en la novela. Allí aparca el furgón donde la guarda, desesperado, para poder vigilarla todo el tiempo.

  • Por último en Esa mujer el coronel cuenta como acabó escondiendo el

cadáver en su despacho envuelto con una lona y cuando le preguntaban qué era les decía que el transmisor de Córdova, La Voz de la Libertad. El coronel de la novela ordena meter el cadáver en un “basto cajón de pino con letras de embalaje —«Equipos de radio. LV2 La Voz de la Libertad»—“[3].

El resto de obras sobre Evita que he manejado no son por supuesto tan fructíferas en coincidencias, pero se pueden encontrar relaciones si uno lee con cierta tendencia. Por ejemplo, la atmósfera de la espera en la visita al cadáver que describe Perlongher en El cadáver puede verse reflejada en las filas de personas rogando por tocar el cuerpo de Evita a las que se hace referencia en el capítulo segundo; el tema de la muñeca-cadáver y la cosificación de la muerta como un ídolo sacro que plantea Borges en El simulacro tiene importantes reverberancias en la novela de Tomás Eloy, pero adquiere casi estatus de “cita” en el episodio del cine, donde la niña Yolanda juega con el cadáver embalsamado de Evita como si fuera una muñeca; por último La razón de mi vida, texto que considero tan ficticio como el resto de los aquí mencionados, es una obra que sin duda impregna toda la novela. En primer lugar porque es nombrada en numerosas ocasiones, pero la influencia llega a ser evidente en la descripción del carácter de Evita viva, en la referencia a muchos episodios de su vida, en el tratamiento de su amor a Perón… también el encabezamiento de muchos capítulos está extraído de frases de esa particular autobiografía.

En la recapitulación histórica de Tomás Eloy, se mezclan hechos, anécdotas, personajes, lugares… rescatados tanto de textos ficticios como históricos. Y quiero hacer hincapié en esta idea, porque nadie puede recuperar la historia misma, sino los textos que han quedado para dar testimonio de ella: ya sea una grabación audiovisual, un documento oficial o el relato manido de una madre. Siempre textos, siempre cernidos por el lenguaje, por sus límites y tendenciosidades, exactamente igual que los textos llamados ficcionales. El universo textual que es la novela de Tomás Eloy, se nutre de todo el universo textual que ha producido la figura de Eva Perón sin discriminaciones por temas de autenticidad. No aspira a recuperar la Historia porque sabe que eso es imposible, pero sí pretende dar su visión particular de los hechos después de haberse empapado de todas las letras que se han vertido sobre un tema y un personaje. Al fin y al cabo ¿no es eso a lo máximo que puede aspirar el mejor de los historiadores?

La creación de un mito

Santa Evita pone sin duda de relieve los procesos de creación del mito, de la leyenda: ese relato en origen ficticio, que ha asentado hasta tal punto su capacidad performativa sobre el mundo, que ya no se puede considerar del todo ajeno a la realidad; éste es un común denominador de todos los relatos míticos, desde Edipo, hasta Marilyn. Pero en el caso de Eva Perón, la construcción del mito no parte de la novela de Eloy Martínez, ni siquiera de las alabanzas y vituperios que lanzaron sus admiradores y detractores tras su muerte. En el caso de Eva Perón, la construcción del mito parte de la propia Eva Perón y de las necesidades propagandísticas de un partido político. Y creo que esto es lo que hace de ella un personaje tan ruin y deleznable para tantos escritores e intelectuales. El mito de Evita era una película perfectamente planificada en la que Eva Duarte encontró su tan esperado papel protagonista. Del mismo modo que en tantas películas el azar ha querido que se produjeran cambios imprevistos en el reparto o en el guión, que luego se han convertido en los mayores aciertos para la crítica y la Historia, la oportuna muerte de Eva Perón fue la guinda casual, el clímax trágico, que hizo estallar con toda su fuerza la leyenda, más allá incluso de las expectativas de sus creadores. De una mezcla entre Cenicienta y Robin Hood, pasó a ser un mártir cristiano, un Prometeo que se sacrifica a la más terrible de las torturas por ayudar a la raza humana.

Que la persona que hay tras el personaje de Evita es una actriz tan consciente como sus guionistas de estar defendiendo un papel novelesco, es una cuestión que muy difícilmente puede ser cuestionada. Eva Duarte era actriz. Actriz de radionovelas, el más bajo escalafón del mundo del espectáculo, y en cambio, su ansia por alcanzar la fama y la gloria es fácilmente verificable cuando a los quince años deja su pueblo y su familia para seguir al director de una orquesta de tangos bufa que la lleva a Buenos Aires. Su primer contacto con Perón, no fue resultado de una actividad política sino, una vez más, de su actividad como actriz, que la llevó a estar sentada junto al teniente coronel Anibal Imbert, a quien Evita debía el favor de un contrato con radio Belgrano, en un festival benéfico en Luna Park por los damnificados del terremoto del quince de enero de 1944. Nada de esto, por supuesto, se desvela en el relato casi místico que se hace en La razón de mi vida. En el capítulo titulado “mi día maravilloso”, el encuentro con Perón parece ni más ni menos que la culminación ineludible de los designios del destino, que comenzaron insuflándole en el nacimiento una sensibilidad especial con la injusticia y ahora le permitían, junto al “hombre de su pueblo”, ejercitar su don para salvar a los desfavorecidos. Esta ocultación premeditada de datos no es en absoluto baladí, porque a ningún santo se le juzga por la vida que hubieran llevado, y si hubo redención para Magdalena ¿por qué no iba a haberla para ella? “Yo estaba perdida, quería hacerme un hueco en el mundo del espectáculo pero la casualidad quiso que diera con Perón y empecé a sentir un creciente compromiso social”. Podía haber dicho simplemente algo así, sin tanto alumbramiento místico, pero la alevosa ocultación de datos revela el carácter artificial de toda su imagen. Que Eva Duarte tuviese antes de conocer a Perón algún ideal político, que le perteneciera a ella una cierta noción ideológica y una voluntad de compromiso social con su país, no es algo que esté en disposición de negar, ni es algo difícil de creer. Ahora bien, que la vocación de Eva Duarte fue la de actriz y no la de política, y que su función en el gobierno peronista fue precisamente la de representar un papel diseñado por ella misma y el partido, es una realidad casi incuestionable. La razón de mi vida es la prueba fehaciente de cómo tiene lugar la construcción de este artefacto y qué intereses políticos y antidifamatorios estaban detrás de ella.

De manera que la novela de Tomás Eloy es la creación autoconsciente de un personaje histórico que era a su vez una creación autoconsciente de sí mismo. La legitimidad de la novela para contar la Historia se hace imperiosamente patente cuando la propia Historia se revela una clara construcción novelesca.



[1] Todas las frases atribuidas a Tomás Eloy Martínez están sacadas del citado nº 22 de la revista Espéculo que puede consultarse en http://www.ucm.es/info/especlo/numero22/t_eloy.html

[2] Eloy Martínez, Tomás Santa Evita. Planeta. p. 327

[3] Eloy Martínez, Tomás Santa Evita. Planeta. p. 326

Trabajo para Nel Diago

UN CONFLICTO PROYECTADO[1]

El espíritu del escritor de teatro

Debe quedar sobre el altar

(Marco Antonio de la Parra)

No me resulta cómodo comenzar este acercamiento a La secreta obscenidad de cada día con referencias biográficas a cerca del autor; siempre me han molestado. He preferido los análisis con una óptica “formal”, que valoren la inmanencia del producto artístico, su independencia, su supervivencia. Me parecen más bonitos. No obstante, esta obra ofrecía dura resistencia a ser descrita mediante una suerte de listado de propósitos y procedimientos. La propuesta formal de Marco Antonio de la Parra me parece fundamental, esto no lo pongo en duda, y trataré de exponer en qué radica más adelante. Pero también creo relevante un acercamiento de corte contenidista, si se quiere decir, que inevitablemente ponga en relación, en su justa medida “vida y obra”, para desvelar ciertas motivaciones, tensiones, ciertos conflictos internos del dramaturgo convertidos en provechosos para la escena. Cercar mediante restricciones el acto interpretativo sería tan desatinado como hacerlo con el artístico. Tal vez, como opina Marco Antonio, ciencia y arte deberían acabar siendo vías de un mismo conocimiento.

Cada creador tiene un código y es tarea del intérprete descubrirlo y aplicarlo para dotar de significación a la obra. Aplicar un código de interpretación distinto al de la voluntad comunicativa del creador puede ser divertido, curioso e incluso lícito y productivo si se hace desde el conocimiento y con conciencia. Las lecturas de Góngora y Espronceda por los surrealistas, o las incesantes interpretaciones del Quijote son ejemplos de esta actividad. Pero no será ese mi ejercicio en este trabajo. Prefiero imbuirme en la ideología estética de Marco Antonio de la Parra, para tratar de ajustar al máximo mi interpretación a su voluntad comunicativa; pero esto sería imposible dejando de atender algunos aspectos de su biografía, cuando estamos hablando de un autor que concibe su producción teatral tan estrechamente vinculada a su praxis vital. Para Marco Antonio de la Parra el dramaturgo solo debe escribir aquello que le cambie la vida. La escritura para él es un sacrificio ritual donde el autor expone plenamente sus dudas y conflictos, con angustia, pero con la esperanza de que así sus temores queden exorcizados.

El arte, como la psicoterapia, es experiencia vital estandarizada.

Como el rito.

Como la magia.

Son experiencias de cambio.

Son momentos organizados de vida en que se enfrenta lo vital y lo mortal de cada uno[2]

Pero estos momentos de vida estandarizados, que en la psicoterapia cobran valor en sí mismos porque revelan un conflicto íntimo y personal del paciente, en el arte, son valiosos solo en la medida en que ese conflicto interno y personal refleje los conflictos generales que determinan su momento histórico. Solo es relevante aquella obra de arte que sea capaz de captar en sí misma la totalidad del mundo, o dicho sin tanta pretensión, la que defina de la manera más productiva posible la realidad histórica en que ha sido engendrada. En este sentido, hemos tenido en consideración algunos de los aspectos biográficos del autor que hemos visto reflejados en la obra y que creemos representativos de los conflictos epocales más determinantes en la cultura de las últimas décadas del siglo XX.

M. A. de la Parra mantuvo durante gran parte de su carrera una doble profesión de psiquiatra y escritor. De hecho tardó mucho en considerase un artista a sí mismo. Se veía como un impostor o, en el mejor de los casos, un médico que había escrito una buena obra de teatro. Es significativo que esta contradicción, vivida de manera traumática por de la Parra, lo llevara a la enfermedad y a la sequía creativa en los años previos a la escritura de La secreta obscenidad de cada día, y que su recuperación pasara, entre otras cosas, por someterse a una terapia psicoanalítica. Para M. A. de la Parra el teatro es una necesidad vital, una vía de escape a través de la cual exorcizar los demonios de uno, y en La secreta obscenidad de cada día se manifiestan muchos de estos demonios de la duda que atormentaban a nuestro autor. No es casual que los protagonistas se presenten como exhibicionistas dispuestos a ofrecer a la vista del respetable las vergüenzas de su dramaturgo.

Medicina o teatro, desdén ácrata o militancia socialista, privacidad retirada o exposición pública, victimismo acobardado o culpabilidad ostentosa, subjetividad psicológica o materialidad objetiva, gamberrada exhibicionista libertadora del espíritu o atentado a mano armada contra la injusticia social… todas estas oposiciones problemáticas planteadas en La secreta obscenidad de cada día, cobran definitivamente forma en la oposición Sigmund y Carlos, ciencia y poesía. Sigmund representa el primer término de la oposición. Está vinculado al de la Parra psiquiatra, al conservador, al aburguesado,

SIGMUND: ¡Usted vivirá en una población callampa pero yo tengo mi habitación en el cité, bien decentita! (pág. 119)

al empírico, al que detestaba las asambleas políticas en la universidad,

Me aburría con las asambleas que a otros apasionaban y, francamente, encontraba absurda tanta pero tanta participación en decisiones que no entendía mucho.[3]

es individualista, escéptico con los ideales políticos, moderado, e incluso remilgado. Es apocado y tímido, tiene vergüenza de compartir su exhibicionismo con otro, es introvertido, celoso de su privacidad,

SIGMUND: ¡Conozca la ley! Se trata del legítimo derecho a la propiedad que otorga el uso. (Pág. 99)

reprimido

SIGMUND: “Me imagino que usted comprenderá lo que es haber estado todo el verano aguantándose, (…) reteniendo el deseo, reteniendo la pasión, sin poder hacerlo” (pág. 99)

incluso su “revolver” es pequeño. Representa la faceta asceta de de la Parra, la que le obligaba a apartarse de los escenarios para dedicarse al oscuro mundo de la psiquiatría como en un “retiro espiritual”[4]. El neurótico. Su exhibicionismo responde a una necesidad visceral irreprimible que le supera en momentos puntuales, pero luego se arrepiente o avergüenza de lo que ha hecho hostigado por la presión de cierta moral personal. En mi opinión, esta necesidad irreprimible pero insatisfactoria de exhibirse es parangonable a una visión de Marco Antonio de la Parra del teatro, o de su relación con el teatro, en esos mismos años.

Decir que Carlos representa para de la Parra la poesía, el ímpetu creador, el hedonismo, parece arriesgado en primera instancia. Pero así como la conexión de Marco Antonio de la Parra con Freud se establece claramente en el campo profesional de la medicina, el contacto con Marx estaría seguramente vinculado a su relación con el teatro, o se vería reforzado por ésta. Sus primeras obras son mini piezas para el grupo de teatro de la Facultad, en un clima de intensa actividad política y represión en el que Marx era un referente fundamental para gran parte de la resistencia al régimen dictatorial. Ya en el año de su debut profesional le censuran su obra Lo crudo, lo cocido, lo podrido en la que colaboró con Gustavo Meza, y en el año 1979 comienza a colaborar con el grupo Ictus de marcada tendencia izquierdista. Sus obras tienen inevitablemente un alto contenido político. Es más, durante algún tiempo tienen un motor político: él mismo reconoce que la censura y la represión de la dictadura lo motivaban artísticamente a mantener una arriesgada lid con los límites del sistema, y Marx es un importante icono de esta rebeldía en todos los regímenes fascistas. El personaje Carlos representa la voluntad de pasar al plano de la acción, de enfrentarse abiertamente, de hacer teatro en ese dilema entre ciencia y arte en el que se debatía de la Parra. Carlos está seguro de sí mismo, incluso sus excusas para justificar su atuendo suenan más convincentes. Es zafio, grosero, impulsivo, temerario, socarrón como demuestra su broma pesada de la bomba. Es colectivista y no le interesan los problemas puntuales del individuo ni de la psique humana si no es en relación con tensiones sociales

CARLOS: La neurosis… usted parece una vieja solterona… (Pág.105)

su exhibicionismo es orgulloso, desenfadado como un acto para reafirmarse, como alguien que actúa con la seguridad del que no se cuestiona la licitud de su acto, sino que encuentra en la satisfacción de su deseo toda justificación moral para llevarlo a cabo. Es en este sentido que creo que Carlos representa la otra visión del teatro en el dramaturgo chileno, la que ve el teatro como una acción necesaria que transforma algo, la que le impele a juntarse con una compañía, a ensayar, a dejarse contaminar con las aportaciones del director y los actores… Es sabido que la producción teatral de Marco Antonio de la Parra tiene dos momentos: uno individual, de escritura retirada, y otro colectivo, en colaboración con la compañía

El trabajo en soledad, inevitable —únicamente estando solos puede que se fijen en nosotros los dioses de turno—, deja de serlo ante el grupo —actor, director, técnicos—.[5]

“Individualista” y “colectivista”, dos insultos que se lanzan respectivamente Carlos y Sigmund continuamente a lo largo de la obra; dos extremos de la dualidad que como hemos dicho atenazaba a nuestro autor manteniéndolo en vilo entre el trabajo científico y la creación artística. El final de la obra resuelve en cierta medida este conflicto profundo: el acto exhibicionista, que desde el principio tiene un valor ofensivo y trasgresor, se desvela un ataque terrorista en toda regla, con armas de fuego sobre los ministros del régimen establecido. Por cauces distintos y en ocasiones incluso opuestos, las dos “mitades” de de la Parra terminan colaborando en un proyecto común en el “acto”, que cifra su objetivo en la derrocación de un régimen opresivo, temible y violento como era la dictadura de Pinochet que Chile sufría por esos años. Pero también es pura exhibición, entendida como hemos apuntado, en la medida que lo es la producción teatral. Ese esfuerzo de cooperación que los protagonistas tienen que efectuar para liberarse mediante exhibición/terrorismo, es el mismo arduo proceso de conjugación entre el médico y el artista que de la Parra debe llevar a cabo para concluir y estrenar una obra de teatro. En mi opinión este es el conflicto general que mueve la obra y los personajes, y es resuelto al final en una propuesta de acción (teatral y política).

Ahora bien, la obra no ha hecho más que comenzar; el maestro de marionetas ha depositado los livianos pies de porcelana de sus muñecos sobre la madera del retablo, pero la genialidad de su talento tendrá que verse avalada por la pericia con que maneje los hilos. Y es aquí donde verdaderamente de la Parra demuestra su óptimo dominio del medio teatral. Su estrategia fundamental es el poder disolvente del humor. Una vez decidido a proyectar sus conflictos más problemáticos y más íntimos sobre las tablas, les quita los pantalones y se ríe de ellos. Se ríe de él, se ríe del público, el público se ríe de lo que ve, la mitad del público se ríe de la otra mitad, y ésta mitad se ríe a su vez de la otra.

La noche del estreno era gracioso ver a sectores de público claramente de izquierda ovacionando y quedar súbitamente callados mientras comenzaba a aplaudir el sector derechista.[6]

Nadie se libra de su inteligente y punzante sarcasmo. Lo primero que introduce del orden de la hilaridad, son los nombres de los protagonistas: Sigmund Freud y Carlos Marx ¡nada menos! A partir de aquí el dislate está servido. Nosotros hemos querido hasta ahora justificar la elección de estos dos pensadores, por ser el reflejo de una contradicción trascendental que debía ser resuelta por el autor para concluir su obra dramática. Ahora queremos comprobar cómo manipula esos caracteres, los somete al diálogo, los enfrenta a situaciones extremas y delirantes donde nada parece ser lo que parece. De la Parra sabe explotar muy acertadamente las posibilidades irónicas, alegóricas, simbólicas, paródicas e irrisorias de sus ilustres personajes. En primer lugar los saca de exhibicionistas, en un colegio de niñas, en una de las situaciones más lamentables en que se puede concebir a un señor de cierta edad como lo deben ser los actores que interpreten el papel. Unos tristes viejos verdes onanistas, de esos que abundan las bibliotecas públicas. ¿A cuántos espectadores cabales no les heriría semejante desplante en el pundonor? Hay que decir que en la representación no sabemos de quién se trata hasta bien avanzado el espectáculo, con lo cual, gana en efecto y produce la carcajada por estar el espectador ya inmerso en el tono paródico y un tanto absurdo de los diálogos. Pero la situación en sí representa todo un sacrilegio a la cultura occidental del siglo XX. Es una blasfemia intelectual tan grande, que no puede dejar de caerte simpático el tipo al que se le haya ocurrido. La risa disuelve los mitos, los hace descender donde el común de los mortales y nos permite cuestionarlos, ver sus defectos, sus traumas, sus errores, sus contradicciones. En seguida los sitúa en una realidad perfectamente asociable a la dictadura chilena: represiva, donde cualquiera puede dar el chivatazo, cualquiera puede ser un espía. Hablan de los torturadores sin nombrarlos, con esa discreción con que los chilenos se han acostumbrado a fingir “que no pasa nada”. Nunca dejan de ser Sigmund Freud y Karl Marx, pero a la vez responden a un status de personaje que se corresponde perfectamente con el ciudadano medio chileno de los años ochenta: el lenguaje que usan, el chiste que cuenta Carlos, las referencias al retiro en Argentina, el station wagon donde siempre viajan cinco, el gordo Romero (que consiguió un puesto de seguridad del gobierno después de lo ocurrido en el restaurante donde trabajaba de garzón en Lo crudo, lo cocido, lo podrido)… Ahí está la gracia: ya no es solo lo que pasaría si Karl Marx y Sigmund Freud se encontraran a la puerta de un colegio para realizar un acto exhibicionista, sino lo que pasaría si además fueran dos chilenos de principios de los años 80. La sucesión de metáforas casi se vuelve alegoría cuando los dos confiesan haber servido a las órdenes de los torturadores, y no solo infringiendo torturas puntuales, sino aplicando sus conocimientos y teorías en las extorsiones y labores de espionaje. La risa adquiere en este punto un cariz reflexivo. Otras veces la risa es mucho más agreste, como cuando les toca disimular mientras pasan los coches de seguridad. Aquí el humor se fundamenta en la inmediatez y la eficacia de los lazzi de la comedia del`Arte, recupera la vieja tradición de la pantomima y, en mi opinión, logra unas fantásticas transiciones entre situaciones que en algún caso, como el sketch de los borrachos, constituyen los mejores momentos del espectáculo. De pronto, vuelve a subir el nivel en las desternillantes discusiones repletas de tópicos marxistas y freudianos en las que se enzarzan continuamente. En este caso puede percibirse el rechazo que sentía de la Parra por las consignas totalizantes, propias de los discursos populistas.

En conjunto logra un buen ritmo cómico con sus efectos y sorpresas mientras desarticula y relativiza la importancia de dos de los pilares intelectuales fundamentales del siglo XX.

El desencanto no es baladí, sino que es una sensación que recorre gran parte de la actividad cultural de fines de siglo. El pensamiento post-moderno ha hecho tambalearse los cimientos de la cultura occidental, operando una suerte de relativismo desengañado muy similar al que practica de la Parra. Por eso su obra es relevante y lo hace, como decíamos al principio, un valioso interlocutor con la época en la que escribe.

Recuérdalo: no habla él [el dramaturgo] en sus obras.

Habla su tiempo.

Sólo la casualidad (la biografía, las circunstancias históricas, las desgracias y satisfacciones personales) lo han escogido como vehículo de los sueños y pesadillas de su época.[7]

Ahora bien, llegando al final parece que, sin dejar de jugar con la ambigüedad de lecturas, resuelve en una propuesta de acción, ya que los dos protagonistas deciden “actuar” juntos. Revindica la necesidad de recuperar en alguna medida los viejos ideales

SIGMUND: (…) Ah, a veces yo pienso que lo único que realmente ayudaría sería atreverse… tratar de volver a lo que éramos… Tratar de juntar coraje y volver a nuestros puestos, los sitiales que dejamos vacíos… ¡Y que siguen vacantes!... Ah, usted sobre todo, Carlos, debería volver… Ahora, cuando más se necesita una mente como la suya… (Pág. 134)

El momento en el que Sigmund recita el discurso inaugural de La Primera Internacional (en la obra que vimos en clase al final se le unía Carlos), tiene una carga emotiva en la que de la Parra parece reconciliarse con el personaje histórico, real de Karl Marx, o al menos con un aspecto de su ímpetu revolucionario, y al ponerlo en boca de Freud, también rescata su validez. No la de los personajes Sigmund y Carlos que son, como trataré de comentar ahora, otra cosa.

LA PROPUESTA FORMAL DE MARCO ANTONIO DE LA PARRA

La secreta obscenidad de cada día que conocemos, es la segunda versión de una obra más corta que Marco Antonio de la Parra escribió para un Festival realizado en el Salón de Actos del Club de Campo del Colegio Médico en colaboración con León Cohen. En principio las modestas aspiraciones del proyecto pudieron influir en la sobriedad escenográfica con que está concebido el espectáculo, pero lo cierto es que el modelo teatral que propone en esta obra Marco Antonio de la Parra, es uno de sus mejores aciertos. Todo el peso estructural de la obra recae sobre sus dos personajes. La obra “es” los personajes; el argumento es mínimo. De hecho, la espera para cometer el exhibicionismo o el atentado terrorista, no es más que un atributo definitorio de los personajes. De la Parra despoja al teatro de todo lo contingente y focaliza su atención en lo esencialmente dramático: el personaje en su peripecia trágica. La evolución de las artes audiovisuales en el último siglo ha obligado al teatro en muchos casos a reivindicar su especificidad, sus elementos patrimoniales e intransferibles a otros medios como el cinematográfico o el televisivo, y ésta es precisamente la estrategia de Marco Antonio de la Parra al focalizar su atención en el trabajo del actor en relación a un personaje tan complejo que supera todo intento de categorización. Se trata del ejercicio efectuado por Samuel Bekett en Esperando a Godot, lo cual no limita para nada su mérito, sino que demuestra el buen criterio con el que de la Parra selecciona e incorpora las propuestas que ofrece la “tradición vanguardista” del siglo XX. Su noción de personaje es actual y madura. Para nada ingenua. Conocedor de las teorías brechtianas del desdoblamiento implícito del carácter en su contrario, del personaje definido como una serie de rasgos binarios distintivos, explota todos los recursos semánticos a su alcance y juega con todos los grados de realidad que confluyen en el personaje teatral.

Patrice Pavis, en su Diccionario del teatro, Comienza su definición de personaje así:

El personaje es probablemente la noción dramática que parece más evidente, pero en realidad presenta las mayores dificultades teóricas[8]

Todo el artículo que ilustra el lema “personaje” en el diccionario de Pavis es de gran interés para comprender el tipo de personaje en el que está trabajando Marco Antonio de la Parra, y el estado de disección en el que se encuentra el concepto “personaje” cuando lo elige como elemento motriz de su obra. Es muy interesante cotejar los grados de realidad del personaje que Pavis rastrea en el personaje de Hamlet, con las distintas realidades que representan los personajes de Marco Antonio de la Parra. En estos últimos no me atrevería a asegurar que exista un orden jerárquico de más general a más particular, sino que más bien, los planos de realidad se superponen, adquiriendo mayor o menor relevancia dependiendo del momento de la obra. De hecho puede argüirse contra semejante traslación que el esquema de Pavis está basado precisamente en categorías que identifican grados de croncrección en la realidad representada por los personajes. Pero aún así parece productivo aplicar esa terminología para describir los distintos caracteres que confluyen en los personajes de La secreta obscenidad de cada día. El esquema trasladado quedaría más o menos así:

Todas estas facetas del personaje no tienen una relación de más general a más particular, sino que en realidad conviven en un grado simultáneo de realidad: el del personaje teatral. La causa debemos buscarla en la inorganicidad de sus protagonistas. Mientras que Hamlet es un conjunto compacto de rasgos, que se define más como esencia que como carácter individualizado, es decir, tiende a lo universal; los personajes de de la Parra tienden a lo fraccionario. Lejos de la representación monolítica e inequívoca de Una de las Pasiones Humanas, el rasgo dominante en los personajes de La secretea obscenidad de cada día es la ambigüedad. Nos es imposible decidir de quién se trata en realidad, que ideales representan… el propio Sigmund al final de la obra cuestiona su propia identidad

CARLOS: ¿Cómo? ¿Acaso usted no es realmente Sigmund Freud?

SIGMUND: ¿Y si no lo fuera?... ¿Seguiría considerándome su amigo?

El héroe de la actualidad es un ser que duda, que fracasa, que se cuestiona. La arrogante clarividencia de otras épocas ha sido brutalmente expulsada del siglo XX a golpe de Holocausto, injusticia y hambre; en su huida ha dejado una escéptica insatisfacción que nos impele a cuestionar lo más evidente, a guardarnos temerosos de todo lo que recuerde lejanamente al dogmatismo. Los héroes de Marco Antonio de la Parra reflejan en sus carácteres este rasgo de la postmodernidad, pero también lo refleja la ambigüedad de la técnica teatral con que están construidos. Es por ello que creo en la relevancia indiscutible de esta obra para la Historia del arte


[1] Todas las citas de la obra La secreta obscenidad de cada día están extraídas de la versión fotocopiada que recogí en reprografía.

[2] De la Parra, Marco Antonio. Para un joven dramaturgo (Sobre Creatividad y Dramaturgia). Madrid, Teoría escénica, Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas, 1993, p. 19

[3] Marco Antonio de la Parra, La mala memoria, Santiago, Planeta Chilena, 1887, p. 87

[4] Marco Antonio de la Parra, La secreta obscenidad de cada día, Infieles, Obscenamente (in)fiel, Santiago, Editorial Planeta, 1988, pag. 47.

[5] De la Parra, Marco Antonio. Para un joven dramaturgo (Sobre Creatividad y Dramaturgia). Madrid, Teoría escénica, Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas, 1993, p. 29

[6]Freud y Marx ¡por Fin! Fueron Desmitificados y Dejados al Desnudo” Carcajadas para gente de todos los credos políticos en “La secreta obscenidad de cada día”Crítica de Rigoberto Carvajal, El Mercurio, 19 de mayo de 1984

[7] De la Parra, Marco Antonio. Para un joven dramaturgo (Sobre Creatividad y Dramaturgia). Madrid, Teoría escénica, Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas, 1993, p. 51.

[8] Patrice Pavis Diccionario del teatro: dramaturgia, estética, semiología. Trad. Fernando de Toro. Ed. Paidós comunicación. 1980, p. 354

Trabajo para Jose Luis Falcó

Introducción

Teoría de la vanguardia fue publicado en 1974 en el seno de un proyecto sobre vanguardia y sociedad burguesa dirigido por Peter Bürger en la Universidad de Bremen. Pero ya en el “Epílogo” a la Segunda edición Bürger reconoce que el libro debe observarse en su perspectiva histórica posterior al mayo del 68, en la línea de un cierto desencanto por el manifiesto fracaso de las propuestas revolucionarias de los movimientos estudiantiles de principios de los setenta. En semejante momento de crisis, Bürger considera necesaria la revisión de los autores más reconocidos por la crítica hasta el momento como Adorno y W. Benjamin, y la revalorización de otros (o más bien ciertos aspectos de esos autores) en los que se había reparado menos como Hegel y Brecht, a la luz arrojada por el contemporáneo desarrollo de los acontecimientos.

El desencanto de Bürger ante la inadecuación e inoperancia práctica de muchos de los postulados de la llamada crítica marxista que alentaban el espíritu del 68, se plasma en su obra en un tono crítico contundente y claramente decidido a la superación de una fase. Consecuentemente, muchos autores considerados parte de la crítica autorizada respondieron airadamente, cuestionándolo siempre allí donde su crítica se revela más innovadora o con mayor pretensión de progreso.

Bürger contesta en el citado epílogo alguna de estas críticas como la de Hans Landen, que cuestiona la carencia de función del arte en la sociedad burguesa, o la de Sanders respecto al puesto central que ocupa el esteticismo en su propuesta historicista de la evolución del arte. Bürger matiza en algunos casos sus propios conceptos, se reafirma en otros aclarando a qué se refería en sus tesis y qué es lo que no se ha entendido de ella y, en ocasiones, diluye la crítica por estar ya incorporada en su idea inicial. En cualquier caso no nos interesa dilatar aquí el debate sobre el acierto o la pertinencia de las tesis desplegadas en Teoría de la vanguardia, sino presentar de la manera más diáfana posible sus conclusiones y, como hace el propio Bürger en sus análisis de textos históricos, no permanecer ajenos a la ideología que las articula. Nuestro comentario será inmanente a la obra y no crítico, pero no porque comulguemos sin ningún tipo de reservas con todas sus propuestas, sino porque las valoramos desde un punto de vista testimonial, con la voluntad de captar y describir una concreta ideología histórica.

En la introducción, Peter Bürger va a explicitar su posicionamiento como investigador desde una ciencia crítica de la literatura en oposición a la crítica tradicional. La ciencia crítica, con base en el materialismo dialéctico, aplicada a la literatura, debe tematizar la relación entre el intérprete y la obra literaria, evidenciando la posición política del crítico y las razones sociales que le llevan a formular ciertas objetivaciones literarias. Es decir, debe hacer una crítica de la hermenéutica tradicional. Habermas pone la base de la nueva hermenéutica crítica denunciando una hermenéutica que se pretenda neutral y otorgue a la tradición un poder absoluto. Nunca debe dejar de considerarse que la perspectiva del historiador, es decir, del intérprete está determinada por la posición que adopta en el seno de las fuerzas históricas de su época.

Es necesaria, por tanto, una crítica de la ideología, en la línea del joven Marx en su Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, que permita estudiar la relación de oposición entre las objetivaciones intelectuales y la realidad social. Para Bürger, el concepto de crítica marxiano es un modo de producir conocimiento a base de buscar la verdad y falsedad de la ideología. Adorno y Lukács han sido los principales traductores del modelo marxiano de crítica dialéctica de la ideología, al análisis de la literatura, pero Bürger advierte del problema que plantea trasladar este modelo directamente, ya que fue pensado en origen para el análisis de la sociedad en general, y literatura y sociedad, aunque se relacionen, no son una misma cosa.

Otro problema con el que Adorno y Lukács se topan, según Bürger, en su aplicación a la literatura de la crítica de la ideología marxiana, es la cuestión de la función. De la misma manera que Marx renuncia a señalar una determinada función a los objetos ideológicos, Lukács y Adorno desdibujan en sus análisis toda la problemática de la función social del arte. Ambos fundamentan este rechazo en una cierta visión estética de la autonomía. No consideran que lo social en el arte es su evolución inmanente contra la sociedad, no su actitud manifiesta. Cabría entonces plantearse si es posible una traducción del modelo marxiano de crítica dialéctica a las objetivaciones artísticas, si el aspecto fucional no quedaría fuera del alcance de este modelo. A este respecto, Bürger se apoya en un ensayo de Marcuse titulado “Sobre el carácter afirmativo de la cultura” donde determina una función contradictoria del arte y la cultura en la sociedad burguesa: por una parte permite satisfacer al receptor individual, aunque solo sea idealmente, las necesidades que han quedado al margen de su praxis cotidiana; pero a causa del status del arte, separado de la praxis vital esta experiencia no tiene continuidad, quedando neutralizada la crítica social. La función del arte burgués como la de cualquier otro viene establecida por sus condiciones estructurales institucionales, a lo que Bürger llama institución arte. La relación entre la institución arte y el trato que dicha institución da a cada obra concreta, debe entenderse en sus transformaciones históricas, desvelando en cada caso la ideología que subyace en la institución arte y cuestionando lo que esa ideología podría estar encubriendo. La institución arte, como constructo ideológico que es, transmite un ideal de la realidad condicionado por el momento social. A veces lo hace por exclusión, al señalar las carencias o faltas en esa realidad. Pero no hay que parar en la descripción que la ideología hace de esa realidad o sus carencias, sino verla como productora de realidad y evidenciar los intereses políticos y clasistas que la determinan, para descubrir dónde decía la verdad y dónde fallaba por tendenciosa.

I. Teoría de la vanguardia y ciencia crítica de la literatura

Este primer capítulo parte de la constatación de que toda teoría estética es histórica, es decir, está marcada por la época en la que aparece; de esta historicidad podemos extraer dos consecuencias directas: la primera es que es posible historizar las teorías estéticas, observar y construir su evolución, mientras que la segunda se refiere a la historicidad de las categorías que estas teorías estéticas crean (así podemos ver, por ejemplo, cómo la idea de “belleza” es histórica, depende de la época, de la cultura, etc.)

Siendo esto así, Bürger quiere investigar en su libro las relaciones existentes entre los objetos que se estudian (las obras de arte vanguardistas que veremos a continuación) y las categorías con las que han sido estudiadas; este propósito, como señala el autor, nos podría hacer pensar en la utilización de un discurso ahistórico –el nuestro- que estuviera en un nivel superior al de las obras y las categorías cuyas relaciones intentaremos observar, pero esto no es cierto si nos fijamos en la idea que toma directamente de Fundamentos para la crítica de la economía política de Marx: la diferenciación entre los objetos que se estudian -sea economía en el caso de Marx o arte en nuestro caso- y las categorías que los estudian es “la condición de posibilidad de un conocimiento adecuado de los objetos”. Siguiendo con esta argumentación, para que podamos entrever la diferenciación entre categorías y objetos en arte, tenemos que esperar a los movimientos históricos de vanguardia, es decir, al dadaísmo, al primer surrealismo, a la vanguardia rusa, al futurismo italiano, al expresionismo alemán y al cubismo –sólo si tenemos en cuenta el cuestionamiento al sistema de representación que éste supuso- ya que, a pesar de que “la plena diferenciación de los fenómenos artísticos sólo se alcanza en la sociedad burguesa con el esteticismo” hemos podido verla sólo a partir de la crítica con la que han respondido los movimientos históricos de vanguardia.

Si la crítica estética anterior a la vanguardia había estado centrada en los medios estilísticos utilizados y en su adaptación o no al sistema de normas estilísticas dominante, con la llegada de estos movimientos esto queda trastocado porque, como señala Bürger, uno de sus rasgos característicos consiste en que “no han desarrollado ningún estilo; no hay un estilo dadaísta ni un estilo surrealista. Estos movimientos han acabado más bien con la posibilidad de un estilo de la época, ya que han convertido en estilo la disponibilidad de los medios artísticos de las épocas pasadas”.

Llegados a este punto, Bürger nos señala su “primera tesis”: “únicamente la vanguardia permite reconocer determinadas categorías generales de la obra de arte en su generalidad, que por lo tanto desde la vanguardia pueden ser conceptualizados los estadios precedentes en el desarrollo del fenómeno arte en la sociedad burguesa”. Si sólo desde la vanguardia podemos concebir esta separación clara entre objetos y categorías, condición de posibilidad para el estudio que se propone según Marx, sólo a partir de su estudio podremos ver las relaciones que pueden existir entre ellas no sólo en su época, sino también en épocas anteriores. Como ejemplo podemos ver que sólo a partir de la inorganicidad que suponen las obras vanguardistas hemos podido ver la organicidad que define las obras anteriores.

La “segunda tesis” de la que parte Bürger en este capítulo también está basada en una premisa metodológica extraída del mismo ensayo de Marx: la diferenciación entre la “crítica inmanente al sistema”, que ejemplifica con la crítica que ejerce el protestantismo contra el catolicismo, es decir, la crítica que se da en el seno de una institución social como, en este caso, sería la religión cristiana. Si lo extrapolamos al ámbito artístico, esta “crítica inmanente al sistema” podría ser, por ejemplo, la crítica que los teóricos del clasicismo francés hacen al drama barroco, que se mantiene siempre dentro de la institución teatro.

Sin embargo, Marx plantea un segundo concepto que es el que verdaderamente nos sirve para entender los movimientos de vanguardia: la “autocrítica del presente”, que tiene que ver directamente con el desarrollo contradictorio de lo histórico. Esta autocrítica del presente se diferencia de la “crítica inmanente al sistema” en su radicalidad, ya que concierne a la institución en su totalidad; sólo este concepto puede dar cuenta del funcionamiento de los movimientos históricos de vanguardia y se convierte en la formulación de esta “segunda tesis”: “con los movimientos de vanguardia el subsistema artístico alcanza el estadio de la autocrítica. El dadaísmo, el más radical de los movimientos de vanguardia europea, ya no critica las tendencias artísticas precedentes, sino la institución arte tal y como se ha formado en la sociedad burguesa” y para que entendamos bien a qué se refiere cuando habla de institución arte, aclara: “me refiero aquí tanto al aparato de producción y distribución del arte como de las ideas que sobre el arte dominan en una época dada”. Por lo tanto, la vanguardia se dirige en contra tanto del aparato de distribución al que está sometido la obra de arte (los encuentros dadá, por ejemplo), como contra el status del arte en la sociedad burguesa descrito por el concepto de autonomía (por ejemplo, con los ready-made de Duchamp).

Bürger sigue señalando cuáles son las condiciones históricas que han hecho posible que esta autocrítica surja en los movimientos de vanguardia; para ello, primero diferencia entre la institución arte -que funciona según el principio de autonomía que veremos en el siguiente apartado- y el contenido de las obras concretas -que sí ha tenido que ver históricamente con la realidad social. Cuando, con el esteticismo, institución y contenido coinciden, es decir, se mueven ambos en el marco de la autonomía, se produce la falta de función social del arte y, por lo tanto, las condiciones necesarias para que surja la autocrítica; el mérito de los movimientos históricos de vanguardia –según él- es “haber verificado esta autocrítica”.

Para terminar con este primer capítulo en el que está asentando sus premisas para el estudio posterior de los movimientos y de las obras de vanguardia, Bürger discute algunas de las ideas de Benjamin en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica que considera inexactas; según Bürger, el fallo de este autor es haber intentado transportar al arte el teorema de las “fuerzas productivas” de Marx, aquel que señalaba que éstas eran igual a los medios de producción más la capacidad de los trabajadores; a partir de esta transposición extrae la conclusión de que mediante la transformación de las técnicas de reproducción (donde se refiere a la fotografía muy especialmente) cambian los modos de percepción; pasamos de la recepción contemplativa de la obra aurática a la recepción de masas de obras que han perdido el aura. Pero en su argumentación, Benjamin omite que la pérdida del aura es uno de los fenómenos que fue consiguiendo la sociedad burguesa desde su formación con la progresiva independización del arte de lo sagrado; que “el arte por el arte” del esteticismo haya querido restituir, en cierta medida, este aura, no tiene por qué hacer olvidar que esta emancipación de lo ritual ya se venía apuntando desde el Renacimiento.

Además, el texto de Benjamin cae en una contradicción intrínseca cuando señala que son los dadaístas los precursores de la destrucción del aura no porque utilicen las técnicas nuevas, sino por la intención decidida de hacerla desaparecer. Si le da más importancia, en el caso dadaísta, a la intención que a la técnica, toda su teoría anterior parece desmoronarse.

Y es que, como señalaba Brecht, el teorema de las “fuerzas productivas” de Marx, no es transportable al arte ya que, si bien es cierto que en los medios técnicos están las posibilidades, éstas siempre dependerán del modo en que las apliquemos.

Pero, por otra parte, hay un aspecto muy valioso del ensayo de Benjamin, lo que Bürger señala como “lo más materialista”: su teoría de la “determinación formal” del arte, es decir, la relación existente entre la institución arte y las transformaciones históricas que demuestran que arte y sociedad no están separados en ningún caso. La progresiva diferenciación del subsistema artístico como una parcela separada de la praxis vital, como veremos a continuación, pertenece a la lógica de desarrollo de la sociedad burguesa –de la división del trabajo- que tiene dos consecuencias culminativas en el esteticismo: una positiva, la formación de la “experiencia estética” y una negativa, “la pérdida de función social de los artistas” contra la que se alzan los movimientos históricos de vanguardia.

II. El problema de la autonomía del arte en la sociedad burguesa

1. Problemas de la investigación

La categoría de autonomía es necesaria para explicar el arte burgués ya que se trata de un arte no condicionado por imperativos religiosos ni por relaciones autoritarias de mecenazgo, pero esto comporta un grave problema: admitir la autonomía total del arte no permite reconocer su relatividad social, ya que se le supone a parte de la realidad social y por lo tanto con una ideología falsamente neutra.

La categoría de autonomía es compleja pero fundamentalmente remite a la desaparición del arte como ámbito particular de la actividad humana. Peter Bürger va a realizar un recorrido histórico de la evolución de esta categoría a través de distintos autores para después señalar los puntos ciegos que han dejado de explicar e introducir sus propias conclusiones.

La primera teoría sobre la autonomización del arte la da B. Hinz, para quien la obra alcanza su autonomía gracias a mantener un sistema de producción artesanal en una sociedad dominada por la división del trabajo. Este factor favorecería el prestigio del genio artístico y evidenciaría un desarrollo del arte al margen del desarrollo del resto de la sociedad. Muller y Krauss practican la llamada sociología del arte llegando a conclusiones similares. Explican la evolución hacia la autonomía del arte que comienza en el Renacimiento con el arte cortesano que es una respuesta feudal a los cambios en las relaciones de producción. En el intento de la nobleza decadente por conseguir el puesto privilegiado de la burguesía en su lucha contra el absolutismo, el arte y los artistas van cargándose de valores añadidos que favorecerán el desarrollo paralelo del arte y la sociedad. Bürger considera estas teorías de la sociología del arte insuficientes ya que solo tratan el aspecto subjetivo del devenir autónomo del arte. Se fijan en los conceptos que el artista asocia con su actividad pero no en el proceso de autonomía como un todo. Solo se fijan en el momento ideológico del devenir autónomo del arte, sin reparar en el momento “real”, a saber, la liberación de una capacidad de percepción y construcción de la realidad vinculada hasta entonces a finalidades de culto, es decir el proceso de desacralización del arte.

Lutz Winckler y Hauser se dirigen al momento real o materialista de este devenir autónomo del arte. Para ellos es fundamental el cambio en las demandas del mercado en el transcurso del siglo XV al XVI. La elevada cifra de encargos debilita el compromiso gremial de los artistas y aparece el artista independiente como correlato histórico al coleccionista. El problema que encuentra Bürger en esta teoría es de nuevo del orden de la insuficiencia: ambos se basan en una sola causa para explicar la autonomización del arte, el cambio de mecanismo del mercado, y esta no explica la totalidad de la evolución del proceso de autonomía.

Por último se refiere a Bredekamp quien por el contrario considera que la autonomía del arte reside en la capacidad experimentar y rechazar la independencia del arte respecto al culto. De manera que el gesto autonomizador estaría en los movimientos sectarios de la pequeña burguesía como protesta contra la independización de los estímulos sensibles fuera de la esfera religiosa. Estos artistas desarrollarían una actividad artística moralizante que es revalorizada por Bredekamp. Bürger al respecto de esta teoría denuncia precisamente la excesiva parcialidad de Bredekamp que destila una clara preferencia hacia la claridad didáctico-política del arte frente a sus encantos estéticos.

Estos tres ejemplos demuestran lo difícil que resulta ceñirse al materialismo y no caer en el vuelo desmedido de la especulación histórico-filosófica. Para él, la cuestión para descubrir la génesis de la autonomía del arte está es preguntar cómo se relaciona la separación del arte de la praxis vital con la ocultación de las condiciones históricas de este acontecimiento. Un momento crucial según su opinión sería la unión del arte a la ciencia que se produce en el primer Renacimiento. Esta sería una primera fase en su emancipación de lo ritual y por lo tanto el comienzo de la separación de la praxis vital, de la autonomía el arte. Pero este es un largo proceso lleno de contradicciones. Incluso bajo la apariencia de sacro avanza la emancipación de lo estético, como ocurre en el Barroco, que produce su efecto programado por el contrarreformismo principalmente a través de la riqueza de formas y colores, con lo que los artistas desarrollan su capacidad de crear efecto y dotan a la obra de un valor ajeno a la intencionalidad sacra. El caso de Góngora es un ejemplo que ilustra muy bien este desarrollo contradictorio y asimétrico del proceso de autonomía del arte. Su culteranismo y su preocupación formal anticipan con muchos siglos de antelación, el momento que para Bürger representa el estado climático del devenir autónomo del arte, esto es, el esteticismo modernista de finales del XIX.

Lo que sí que parece claro hasta aquí, en lo que todos los autores parecen estar de acuerdo, es en que la emancipación del arte está vinculada a la aparición de la burguesía.

2. La autonomía del arte en la estética de Kant y de Schiller

En el siglo XVIII, con el ascenso de la burguesía al poder político, se origina la estética como disciplina filosófica. Se establece el concepto de arte moderno, como lo entendemos en la actualidad, que comprende la poesía, la música, el teatro, la pintura y la arquitectura. El arte, se destaca como una actividad distinta de cualquier otra, pertenece a un “reino de la creatividad” sin objeto y de agrado desinteresado, enfrentado por tanto a la vida social burguesa, orientada principalmente a la racionalidad de la finalidad.

Hasta el momento, en una tradición que radica en los clásicos, un principio de la actividad artística había sido el de deleitar enseñando. Al configurarse ahora un arte deslindado de toda funcionalidad, la enseñanza o adoctrinamiento se considera un elemento ajeno a la estética. El texto fundador de la esta nueva concepción del arte, es La crítica del Juicio de Kant, publicado en 1790, donde por primera vez se investiga sobre el juicio estético desde la plena subjetividad burguesa. Para Kant, un juicio sobre la belleza estética debe deslindarse de valores de justicia o interés de clase, debe ser desinteresado, imparcial. Kant supera su condición de clase en la exigencia de generalidad incluso frente al producto de sus adversarios de clase, la nobleza. Kant precisa lucidamente, que esta exigencia de validez general en los juicios del gusto, no debe confundirse con una “universalidad lógica”, porque podría ser forzada la aprobación de un canon necesario y universal. Lo más interesante de la propuesta Kantiana es la definición del juicio del gusto como libre y desinteresado, lo cual implica en primer lugar, la carencia de función del arte.

Schiller, parte paradójicamente de las ideas Kantianas para tratar de determinar una función del arte. Disgustado por la situación caótica tras la revolución francesa donde las clases altas han perdido educación moral, y las clases bajas se embrutecen en la incultura, concede al arte la trascendente misión de elevar a la humanidad. La división del trabajo, generadora de la sociedad de clases, también hace que los hombres solo se cultiven en una parcela del conocimiento y no se desarrolle como un todo. Para Schiller, el arte puede restaurar la totalidad humana a través de la experiencia de lo bello, y puede hacerlo gracias a su independencia respecto al resto de la praxis vital, por su renuncia a la intervención inmediata en la sociedad. La función social del arte derivaría para Schiller precisamente de su desvinculación con la praxis vital.

La conclusión extraída por Peter Bürger acerca de la categoría de autonomía en la sociedad burguesa es que es una categoría ideológica, y como tal, en una concepción marxista de la ideología, responde a un momento de verdad y a uno de falsedad. La categoría de autonomía es válida y cierta en la medida que denuncia la distancia entre arte y sociedad ya que el valor del arte nunca podrá desarrollarse acorde al valor de la racionalidad de los fines que debe guiar a la clase burguesa, aunque sea esta la máxima productora en potencia de arte. En cambio, esta categoría ideológica de autonomía tiene también un momento de falsedad, y es que como toda ideología está al servicio de alguien, pero al pretender la total independencia de la obra de arte respecto a la sociedad no permite ver la finalidad de esta separación, de la cual se hablará más adelante.

3. La negación de la autonomía del arte en la vanguardia

Bürger observa la complicada problemática de la categoría de autonomía en las constantes divergencias entre los autores. Según él, esto se debe a las distintas subcategorías que conforman el concepto de arte, las cuales se han desarrollado de manera no simultánea. Como hemos visto, unas veces se relaciona la autonomía del arte con el paso del arte sacro al cortesano, otras se reserva ese concepto a la aparición del arte burgués y la carencia de funcionalidad, que a su vez también es discutida… Bürger intentará aclarar la cuestión mostrando gráficamente la falta de simultaneidad en la evolución de las subcategorías. Para ello esboza una tipología histórica reducida a tres elementos o subcategorías del arte: finalidad, producción y recepción. El dato fundamental que arroja el cuadro es cómo la finalidad del arte se va diluyendo en cada estadio hasta llegar al arte burgués donde la finalidad es “la representación de la autocomprensión burguesa”. Esta finalidad, progresivamente más distanciada de la praxis vital es decisiva para la denominada autonomía del arte burgués.

La autonomía designa un status del arte pero no dice nada de su contenido. Si nos fijamos en la evolución de los contenidos del arte desde el siglo XVIII veremos que, pese al reclamo de total libertad y autonomía por parte de los autores, es frecuente encontrar en ellos temáticas y actitudes centradas en los problemas de la sociedad. Es el caso por ejemplo de los románticos, quienes más que nadie han revindicado un lugar para el arte libre de restricciones formales y funcionales, pero no dejaban de ser personajes muy vinculados a la vida política y a los sucesos sociales de su tiempo. Es el caso también de la novela realista, que desde su distanciada objetividad refleja una clara visión crítica de la sociedad. Para Peter Bürger, la culminación de la categoría de autonomía y por tanto del distanciamiento total del arte con la praxis vital, no llegará hasta el momento en el que ese mismo distanciamiento se convierta en el contenido del arte. La reivindicación del arte por el arte del esteticismo de finales del XIX, marca este momento de inflexión donde la categoría de autonomía se agota definitivamente dejando un vacío crítico que será el causante de la evolución de la institución arte en lo sucesivo.

La vanguardia surge como un ataque contra el status de arte en la sociedad burguesa. Por lo tanto, uno de sus objetivos fundamentales será el de restaurar la relación de la institución arte con la praxis vital. No significa esto que sus temas estén comprometidos con la sociedad, sino que quieren remodelar el funcionamiento del arte en la sociedad.

Como señalábamos al final del anterior capítulo, el arte burgués sí que tiene una funcionalidad y por tanto una relación con la praxis vital. Incluso el esteticismo hace referencia a la realidad social aunque sea por la exclusión de la racionalidad de los fines de la sociedad burguesa. No podemos caer en el reduccionismo de considerar los cuentos de Azul de Rubén Darío por ejemplo, como un mero juego floral preciosista y evasivo. La propuesta de renovación estética viene originada por la reflexión de los mecanismos de producción y recepción del arte en la sociedad, y las referencias sardónicas encubiertas por requerimientos del estilo, a buena parte de la sociedad burguesa son más que frecuentes en El rey burgués o el Año lírico, por citar solo unos ejemplos. Para Marcase, esta función del arte burgués contiene una contradicción, y es que por un lado protesta contra el orden social, pero por su distancia de los medios de producción, por la relación que se le impone con receptor, da forma a su orden social ideal en forma de ficción, con la correspondiente falta de consecuencias.

La vanguardia comparte con el esteticismo su crítica hacia la racionalidad de los fines burguesa, pero no pretende integrarse en esa praxis, sino que quieren organizar una NUEVA praxis vital, en una línea claramente percibida por ella como un progreso histórico, como una superación del arte precedente. No obstante, desde entonces hemos visto cómo la industria de la cultura produce una falsa unión del arte y la praxis vital, lo que ha hecho evidente el carácter contradictorio de las iniciativas de vanguardia. A partir de aquí, Bürger tratará de explicar la manera en la que la vanguardia pretende la superación del arte en los tres ámbitos antes mencionados: producción, recepción y finalidad.

El concepto de finalidad es el más problemático. Mientras en el esteticismo o en el arte cortesano, la distancia entre praxis vital y arte, permitía buscarle a éste una finalidad o una falta de ella, en la vanguardia no se puede hablar de falta de finalidad social porque pretende hacer del arte una praxis social.

La categoría de producción individual es negada rotundamente, como demuestran por ejemplo los ready made de Duchamp, donde se cuestiona no solo la exigencia de producción individual en la configuración de una obra, sino que además se problematiza si el lugar de esa producción reside en el artista o en el espectador. Para Bürger, con respecto a los ready made, considera que son un acto de provocación que pierden sentido en el momento en el que son aceptados en los museos. En el momento en el que firmar un objeto se convierte en un acto de arte, la provocación desaparece y se convierte en su contrario. Según él, cuando la protesta de la vanguardia artística contra la institución arte ha llegado a considerarse como arte por la institución, la actitud de protesta de la neovanguardia ha de ser inauténtica.

La recepción, por supuesto debe ser también colectiva, como las reacciones de irritación y violencia del público burgués ante un acto Dada. La vanguardia pretende (como ya se ha señalado) superar esa oposición entre receptores y productores. En este sentido debemos entender las recetas para hacer poemas de los manifiestos, como una guía para interpretar y producir arte. También la escritura automática de Breton debe entenderse en este sentido, pues en su exigencia de “practicar poesía” productor y receptor desaparecen dejando a la poesía dominar la vida.

Recapitulando las ideas expuestas hasta aquí, podemos decir que la vanguardia niega las características esenciales el arte autónomo y pretende reconducirlo a la praxis social. Pero esto no ha sucedido. Bürger señala en este punto que cabría analizar, en un ensayo ex profeso, los resultados que este intento ha tenido en la Rusia Comunista. Para este posible estudio remite a S. Tretjacov y a B. Arvatov. En la sociedad de consumo, occidental, capitalista desde luego es evidente que no se ha logrado esta reinserción del arte a la praxis vital de la manera que se esperaba. La literatura de evasión, que tiende ante todo a imponer al lector una determinada conducta de consumo, y la estética de la mercancía, que trabaja los encantos de la forma para estimular la adquisición de mercancías inútiles, son ejemplos de arte prácticos pero no en el sentido de emancipación vanguardista, sino en el de sumisión al juego consumista del mercado.

Ante el fracaso de la superación de la institución arte y la moderna estrategia capitalista que produce una falsa sensación de unión del arte y la praxis vital, Peter Bürger se pregunta si en realidad es deseable la superación del status de autonomía del arte, o esa autonomía es la garante de una libertad de movimientos en el seno de la cual se pueden pensar alternativas a la situación actual.

III. La obra de arte vanguardista

Si en los capítulos anteriores nos habíamos centrado en la evolución y la categorización del arte y de la estética burguesa para ver qué elementos eran los que las propuestas vanguardistas venían a cuestionar, en este capítulo, sin embargo, nos centraremos en la descripción de las obras de arte vanguardistas que Bürger propone y, para verla de manera más clara, la ilustraremos con una serie de ejemplos extraídos, casi todos, de las artes plásticas.

Antes de comenzar a ofrecer las características esenciales que estas obras comparten, Bürger intenta delimitar la categoría de “obra” cuando la aplicamos a los movimientos de vanguardia. Si bien es cierto que nos encontramos con problemas para definir como obras, por ejemplo, los encuentros que los dadaístas mantenían en el Cabaret Voltaire en 1916[1], no podemos olvidar que el concepto de “obra” es fundamental para otras producciones vanguardistas que sólo tienen sentido si tenemos en cuenta su voluntad de ser “obras” de arte: como ejemplo claro, Bürger se refiere a los ready-made de Marcel Duchamp, para los que utilizaba objetos fabricados en serie (como ruedas, urinarios, etc.) y los convertía en obras de arte simplemente con el hecho de firmarlos[2]; lo que ocurre en estas piezas es que Duchamp toma la categoría de “obra” para situarla en el centro de la autocrítica a la institución arte, a su manera de producción y de distribución.

A partir de aquí, Bürger va a intentar definir algunas de las características principales de la obra vanguardista atendiendo, básicamente, a tres categorías creadas por las teorías que han intentado hablar de ella: lo nuevo, el azar, y la obra inorgánica, alegórica, que se construye a partir de la técnica del montaje.

En un primer momento se fija en las teorías de Adorno que sitúan a “lo nuevo” como la característica principal y definitoria del arte de vanguardia; esta novedad se diferenciaría de otras novedades propugnadas por movimientos anteriores (desde la poesía trovadoresca hasta la tragicomedia francesa) por suponer una ruptura radical con la tradición. El problema de la teoría de este autor viene cuando intenta fundamentar que esta ruptura es la traslación al arte de las categorías del mercado, ya que la novedad es el fenómeno imperante que rige la sociedad de consumo; si esto fuese cierto, según Bürger, no podríamos, en ningún caso, separar el arte de la moda. Por lo tanto, si bien es cierto que el concepto de novedad no es falso y la vanguardia es, en sí, un arte “nuevo”, sin embargo, para el análisis de sus obras concretas, es una categoría que resulta demasiado general e inespecífica.

Además, según Adorno, la novedad del arte de vanguardia tiene que ver con el desarrollo de nuevas técnicas artísticas; esto tampoco es tan claro si nos fijamos en pintores como Magritte o Dalí, surrealistas que, sin embargo, utilizan las técnicas del óleo de los “viejos maestros”[3]. Por lo tanto, si nos fijamos en las obras concretas, la novedad no parece ser una de sus características definitorias.

La utilización del azar en la obra de arte sí parece atender de manera más exacta a las obras de vanguardia ya que entronca directamente con la autocrítica a la institución del arte burgués que hemos visto en ellas; la utilización del azar como principio de la obra de arte puede ser entonces leída como la abolición del individuo (burgués) ya que, gracias a ella, la obra se entrega por completo a una experiencia cuyo valor consiste en la independencia de sus fines de la sociedad burguesa. Por eso, el sentido último buscado a partir del azar, es inaprensible e irracional, porque si fuese determinado, quedaría asumido de nuevo por la racionalidad de los fines. El azar al que todos los hombres están sometidos se convierte así, paradójicamente, en clave de libertad de las obras vanguardistas.

Bürger señala dos tipos de utilización del azar que hace la vanguardia: el primero, que tiene que ver con “el azar en la realidad”, es el que utiliza, por ejemplo, Breton en Nadja cuando descubre momentos de “imprevisibilidad” en la vida cotidiana, es decir, cuando hace que coincidan dos sucesos independientes entre sí.

Pero hay una segunda manera de utilizar el azar en la “producción de la obra de arte”, es decir, en el proceso mismo de creación; aquí, también podríamos diferenciar dos formas: la utilización inmediata del azar, que degenera en arbitrariedad en el caso del tachismo según Bürger, o su utilización mediatizada a partir de un cálculo previo, como proponen la música dodecafónica o la poesía concreta[4].

Pero si hay una característica que de manera más general podemos aplicar a las obras vanguardistas es la inorganicidad. Para explicar cómo funcionan estas obras inorgánicas, Bürger toma una idea que Benjamin desarrolla en su obra Origen de la tragedia alemana: la obra alegórica; aunque éste, en un principio, teoriza el concepto de obra alegórica para aplicarlo a la literatura barroca, Bürger piensa que “su objeto más apropiado” son las obras de arte vanguardistas, las obras que él ha llamado inorgánicas. Dos son las características fundamentales de la obra alegórica que podemos observar en las vanguardias: la separación y el aislamiento de las partes de su contexto, que no tienen una relación directa con un todo en el que cumplan una función, sería la primera diferencia con las obras orgánicas o simbólicas; además, la unión de esos fragmentos aislados de la realidad, crea un sentido alegórico que no tiene que ver con el contexto real de los fragmentos, como veremos en su utilización de la técnica del montaje.

Otras dos características menos definitorias de la alegoría que han evolucionado en el caso de la vanguardia serían la función de expresión de la melancolía –que Benjamin señala para las obras barrocas- y que correspondería, más o menos, al ennui surrealista y la recepción que representa una visión pesimista del mundo en el barroco a favor del más allá que, en la vanguardia, se transforma en una visión afirmativa y entusiasta de un mundo desgarrado y angustioso.

Mientras que la obra de arte orgánica –simbólica- quiere ocultar el artificio mediante el cual está construida, la obra inorgánica, alegórica, de vanguardia, hace todo lo contrario: se ofrece explícitamente “como producto artístico, como artefacto”.

Por eso, podemos asegurar que el montaje es el principio básico del arte de vanguardia; el montaje es una de las características de la obra alegórica que “supone la fragmentación de la realidad y describe la fase de la constitución de la obra”. Bürger estudia la utilización del montaje en diferentes medios artísticos para poder ver las diferencias existentes entre ellos: en cine, el montaje es una “técnica operativa básica” del propio medio, es decir, una técnica determinada por él; lo que ocurre, es que se puede hacer una distinción entre éste y otro tipo de montaje si nos fijamos en algunos directores de vanguardia como Einsestein que utilizaba montaje de imágenes no sólo para dar sensación de movimiento, sino para producir determinados efectos artísticos, por ejemplo, cuando superpone el plano de un ojo con otro plano de agua para que juntos sugieran llanto.

Otro medio en el que podemos observar esta técnica es en el fotomontaje. Según Bürger, los fotomontajes no son “objetos estéticos, sino conjuntos de imágenes” que, en los artistas más reconocidos tienen un uso político, como es el caso de los dadaístas J. Heartfield o Hanna Höch[5].

Sin embargo, el medio en el que el montaje más interesa para una teoría de la vanguardia, es la pintura, es decir, la utilización de esta técnica en los collages de Picasso y Braque entre otros, porque, como señala Bürger, con “la incorporación de fragmentos de la realidad en la pintura, o sea, de materiales que no han sido elaborados por el artista […] se violenta un sistema de representación que se basa en la reproducción de la realidad, es decir, en el principio de que el artista tiene como tarea la transposición de la realidad”[6].

Para terminar, Bürger señala cuál es la transformación principal en el arte que estas obras inorgánicas han conseguido: el cambio en la recepción pues, la observación de una obra como las que hemos estado viendo, no produce una impresión general de sentido, sino lo que se ha llamado un shock, categoría inespecífica e incapaz de mantener su efecto tras la repetición, pero gracias al cual el receptor deja de preguntarse por el sentido -por el significado último de la obra- y desplaza su interés hacia los “principios de construcción” en los que se sustenta.

Por lo tanto, recopilando todo lo que hemos visto hasta aquí, podemos afirmar que, a pesar de que las intenciones políticas de la vanguardia no hayan sobrevivido – como podemos ver en los movimientos de la neovanguardia americana que no cuestionan la institución arte, sino que se introducen en ella con pleno derecho- sí hay algo innegable que se produjo en el arte a partir de los movimientos históricos de vanguardia, lo que Bürger llama su “efecto a nivel artístico” que consiste en que “ha destruido el concepto tradicional de obra orgánica y ha ofrecido otro en su lugar”, el modelo inorgánico o alegórico, basado en la técnica del montaje y que propone un nuevo tipo de recepción que podemos reconocer, todavía hoy, en obras actuales.

IV. Vanguardia y compromiso

Se propone en este apartado demostrar que la vanguardia ha cambiado la manera de entender el concepto de compromiso en el arte. Para ello retoma el debate entre Adorno y Lukács sobre la licitud de la vanguardia. Como veíamos en la introducción estos autores se limitan a la tematización del “modelo artístico” y su alteración por parte de la vanguardia, es decir, el paso de la obra orgánica a la inorgánica, pero ninguno se ocupa del ataque contra la institución arte operado por la vanguardia. Adorno y Lukács se mantienen en un debate prevanguardista al cuestionarse la licitud o no de un cambio de estilo en el sentido de los antiguos cambios de estilo históricamente motivados. Pero es precisamente ese cuestionamiento de la institución arte el rasgo fundamental del movimiento vanguardista, ha introducido una revolución en la concepción del valor artístico y ha desvelado que NINGUNA forma nueva puede ya reclamar para sí, en exclusiva, la validez ya sea eterna o solo temporal. Si bien la vanguardia no ha conseguido destruir la institución arte, ha evidenciado la invalidez de las normas estéticas para siempre.

Bürger relaciona el olvido de Adorno y Lukács respecto al ataque a la institución arte vanguardista con su mutuo rechazo de la obra de Brecht. Lukács lo rechaza por lo mismo que a toda la vanguardia: el asentimiento de Brecht respecto a las obras inorgánicas; y Adorno lo rechaza por buscar en sus obras constantes conexiones con la realidad, lo cual no le parece propio de la vanguardia. En realidad cabría preguntarse si Brecht era vanguardista o no. De hecho Brecht nunca ha compartido la intención de los representantes de los movimientos históricos de vanguardia. Dos hechos marcan la distancia que le separa de estos movimientos: consideró el arte como fin en sí mismo, conservando así una categoría central de la estética clásica, y deseó cambiar, pero no destruir la institución teatro. En cambio le une a la vanguardia una concepción de las obras que concede independencia a los momentos particulares y un interés por la institución arte.

La tesis que defiende Bürger es que la vanguardia ha cambiado fundamentalmente el papel del compromiso político en el arte. Hasta ahora el problema del compromiso en las obras orgánicas, era que éste debía subordinarse a la organicidad del todo, de lo contrario se destruiría su esencia. Solo puede tener éxito cuando el mismo compromiso es el principio unificador que domina la obra incluso en su aspecto formal.

Bürger postula que hay una vieja dicotomía entre el arte “puro” y el arte “político”, y opina que la inorganicidad y el cuestionamiento de la institución arte que caracterizan a la obra de vanguardia acaba con esa dicotomía, ya que motivos políticos y no políticos pueden ir juntos en una obra porque no necesita subordinarse a ninguna organicidad. Este grado de independencia alcanzado por las partes formantes de la obra está perfectamente expuesto en su Diario de trabajo. “En la composición que le corresponde […] se hace creer al espectador que los acontecimientos suceden en el escenario como en la vida real, exigiendo de este modo que la interpretación del argumento constituya un todo absoluto. Los detalles no pueden ser comparados aisladamente con las partes de la vida real que les corresponden. No se pueden “descontextualizar” para ponerlos en relación con la realidad. Esto se da a conocer por el tipo de interpretación. Pero aquí la sucesión del argumento es discontinua, el todo consta de partes independientes que pueden y deben compararse de inmediato con los hechos correspondientes a la realidad”[7].

En conclusión, Bürger considera que aunque la vanguardia no haya conseguido la total reinserción del arte en la praxis vital, la obra de arte se puede poner en una nueva conexión con la realidad, aunque hay que tener en cuenta que el efecto político de la obra está limitado por la institución arte, que todavía sigue constituyendo un ámbito separado de la praxis vital.

Por último, Bürger retoma una idea de Hegel para reafirmar sus apreciaciones sobre la evolución del arte. Cuando Hegel habla del arte posromántico parece acariciar la idea un valor en la forma “desinteresado” del contenido que sería el objeto de estudio de la estética. Hegel consideraba que este interés por la forma que desplazaba al contenido estaba conduciendo a un arte, y se refiere a la pintura Holandesa, en el que tanto el contenido como la técnica quedan bajo el criterio y autoridad de los artistas. Según Bürger esto ha sucedido definitivamente tras el fracaso de los movimientos de vanguardia, lo que ha producido efectivamente la legítima convivencia de formas y estilos, donde es imposible que ninguno de ellos se subordine a los demás. Por último se pregunta si esta disponibilidad de todas las tradiciones permite todavía una teoría estética en el sentido de las de Kant o Adorno, ya que la comprensión científica requiere una disposición estructural de los objetos. Es posible que la sociedad del capitalismo haya retornado en cierta medida a la irracionalidad y, a la vez que su arte, haya sobrepasado las posibilidades de ser abarcada por una teoría racional y científica.



[1] Diapositiva 1: Sesión Dadá (1916) Hugo Ball fundador del Cabaret Voltaire.

[2] Diapositiva 2: Fountain (1917), Marcel Duchamp.

[3] Diapositiva 3: La condición humana (1933), René Magritte

Diapositiva 4: Sueño causado por el vuelo de una abeja alrededor de una granada un segundo antes de despertar (1944), Salvador Dalí.

[4] Diapositiva 5: Sonata #10, Sonatas and Interludes for preparated piano (1946-48), John Cage.

[5] Diapositiva 6: Adolf, el superhombre. Traga oro y dice disparates (1932) y Que no se preocupen los vegetarianos (1936), J. Heartfield.

Diapositiva 8: Dada, Da-dandy (1919) y La dulzura (1926), Hanna Höch.

[6] Diapositiva 9: Naturaleza muerta con silla de rejilla (1912), Pablo Picasso.

[7] B. Brecht, Arbeitsjournal [Diario de trabajo], editado por W. Hecht, Francfort, 1973, p. 140