lunes, 27 de agosto de 2007

Association for Computing Machinery

No podemos dejar de mencionar durante este recorrido histórico por el término hipertexto, la organización científica que más ha impulsado el estudio y desarrollo de la letra digital, la Association of computing machinery (ACM). Se trata de la primera sociedad profesional dedicada a la computación, creada por Edmund Berkeley en el año 1947. Creemos importante recordar aquí el inicio, el impulso original y las expectativas que despertó en sus fundadores, para entender hasta qué punto su actual trabajo puede estar vinculado con el mundo de la literatura.

Para ello, una vez más debemos volver la mirada al “año cero” de nuestro mundo tal y como lo conocemos: la segunda guerra mundial. Después de aquel desaforado episodio de la historia, cualquier posible orden planetario vigente quedó devastado o fue reestructurado. El exitoso desarrollo del positivismo condujo a las grandes potencias humanas a una desenfrenada exhibición del poder al que podían aspirar llevando a término los principios que Habermas denomina principios de racionalización en las sociedades secularizadas. Y esta exhibición se vio materializada en una competición, que por supuesto tenía que ver con la tecnología, por alcanzar el mayor poder de destrucción posible. Cuando el poder de destrucción superó con creces las dimensiones del planeta en el que toda forma de vida conocida mora, ni la guerra ni la paz volvieron a ser lo que eran en ninguna parte del globo.

Lo cierto es que la perspectiva de la autoaniquilación ahogaba cualquier exaltación excesivamente entusiasta de los distintos modelos de sociedades que habían participado de la porfía, lo que provocó sustanciales reconsideraciones ideológicas y filosóficas que afectaron, como es bien sabido, a todos los demás campos del conocimiento, desde el estudio tecnológico y científico hasta el de la estética. En cuanto al ámbito técnico-científico, si observamos su posterior desarrollo, nos percatamos de que la mayoría de avances y logros parten de las esforzadas mentes de muchos de los ingenieros que fueron utilizados para el perfeccionamiento de la matanza, y que luego, aterrorizados por los resultados, buscaron la posibilidad de volcar sus investigaciones científicas en la mejora de las condiciones de vida en paz. En esta dirección trabajó, como hemos visto, Vannevar Bush cuando ideó su Memex en 1945, y en este mismo rumbo se embarcó el propósito de Edmund Berkeley, como veremos a continuación.

Cuando fue llamado a filas en 1942 por la marina norteamericana, Berkeley era un joven graduado en matemáticas de la Universidad de Harvard empleado como experto en métodos de aseguración industrial en una compañía de seguros llamada Prudential Insurance Company. Debido a su formación matemática fue destinado al término de la guerra en agosto de 1945, a trabajar en el Harvard Mark I, el primer ordenador electromecánico de la historia, construido por Howard H. Aiken, con la subvención de IBM[1]. Berkeley que venía de un mundo, el de los seguros, en el que había trabajadores especializados en el cálculo mental que resolvían los complejísimos algoritmos que los matemáticos diseñaban para establecer según los riesgos, las tarifas de aseguración, supo ver enseguida, en esas enormes máquinas calculadoras bélicas, su perfecta aplicación a la vida civil. Cuando regresó a la compañía de seguros Prudential, estudió las posibilidades que estaban ofreciendo las máquinas calculadoras por aquel entonces en diversos laboratorios, y aventuró algunas aplicaciones prácticas. Pero no fue hasta 1947, durante un simposio sobre computación en la Universidad de Harvard, que se convenció del verdadero potencial multidisciplinar que esta tecnología brindaba, gracias al contacto con gran parte de la comunidad científica formada en torno a este campo. Berkeley, impresionado tras el simposio, decidió formar una asociación al margen de cualquier institución académica o gubernamental que se ocupara específicamente en materia de computación: la Eastern Association of Computing Machinery (EACM). La sociedad estaba compuesta en un principio por unos cuantos asistentes al simposio interesados en mantenerse al día en las nuevas tecnologías. Pero el verdadero éxito de la organización devino realmente cuando Berkeley emitió un comunicado entre todos sus miembros, citando unas palabras del por entonces director del MIT Center of Analysis, Samuel Cadwell, pronunciadas durante el simposio de Harvard. Cadwell se mostraba preocupado por la labor de encubrimiento que el propio ejército de los Estados Unidos estaba llevando a cabo con las investigaciones realizadas durante la segunda Guerra Mundial, y en su conferencia hizo un llamamiento a la libre difusión del conocimiento y al libre intercambio de información entre los investigadores de todas las áreas relacionadas con la computación. Berkeley se sumó a esta iniciativa, y la propuso como elemento motriz de su asociación con el fin de que todos sus miembros pudieran obtener beneficios profesionales. Muchos especialistas y directores de otras asociaciones relacionadas con la tecnología, vieron el proyecto con muy buenos ojos y se ofrecieron para colaborar en él. En agosto de 1948 ya eran 350 miembros, provenientes de una extensión geográfica tal, que Berkeley consideró que el Eastern, podía ser eliminado del nombre. Desde entonces hasta nuestros días, la ACM ha constituido un foro de debate en el que han participado especialistas de todo el mundo y de todas las áreas del conocimiento, legándonos un ingente material bibliográfico que puede ser consultado en su Librería Digital. Principalmente nos hemos interesado por la Association of Computing Machinery debido a dos conceptos fundamentales en los que se basó su fundación: la voluntad de libre intercambio y el carácter multidisciplinar de sus investigaciones.

Se trata de conceptos que el tiempo ha terminado por situar en el eje central de nuestras sociedades contemporáneas, pero que en el año cuarenta y siete no eran más que la arriesgada apuesta de un espíritu visionario. Cuando Berkeley pensaba en intercambio libre de información, imaginaba salones de actos en los que se reunirían cientos de estudiosos en conferencias periódicas para exponer las evoluciones progresivas de sus investigaciones. Nunca hubiera podido imaginar que la misma materia sobre la que versaban las inquietudes de los participantes en las conferencias de la ACM, iba a desencadenar en el futuro un cambio radical y definitivo en la manera de concebir el intercambio libre. Hemos llegado a un estadio tecnológico en materia de computación que nos permite trasladar ese “salón de actos” para el debate, a todas las pantallas de ordenador del mundo y poder así compartir con libertad y gratuidad cualquier cosa que nos interese. Asistimos al declive y remodelación de los antiguos métodos de difusión, lo que está provocando no pocos conflictos de intereses que afectan ya al ámbito legislativo en extremos que durante muchos años no habían sido cuestionados, del orden de la propiedad intelectual. Pero además, la comunicación libre, o mejor, el libre intercambio de información entre las personas, ha sido el caballo de batalla de muchos de los movimientos intelectuales, tecnológicos y humanísticos, del fin de milenio tales como el Software Libre o la noción de “multitud inteligente” de Hardt y Negri.

La otra noción que nos atrae de los fundamentos de la ACM es la multidisciplinariedad. Berkeley observó que en el seno de la tecnología de computación se daban cita muchas áreas de la ciencia: las matemáticas proveían de los modelos teóricos necesarios para diseñar las computadoras, pero era la física, la disciplina que se encargaba de que todos esos cálculos pudieran materializarse en un aparato real; además estaba la tecnología de válvulas que se utilizaba para la construcción de estas máquinas ingentes, lo que vinculaba su producción al ámbito de la ingeniería electrónica e industrial; por último, la versatilidad de estas máquinas para ser aplicadas en múltiples tareas de cálculo disparaba el número de disciplinas que podían verse involucradas en la confección de computadoras como, por ejemplo, la estadística, con la que Berkeley quiso implementar las primeras aplicaciones informáticas de la historia. Pero todo esto no es nada comparado con la cantidad de disciplinas científicas y artísticas que envuelven hoy día el mundo de las computadoras. Tan solo pensemos por un momento en la aplicación de la infografía en el cine o los videojuegos, o en la simbiosis que hoy día se verifica entre la informática y la medicina. La misma palabra “multidisciplinar”, se ha convertido en una especie de ensalmo propiciatorio para todo proyecto académico o profesional, como reflejo sugestivo del mundo globalizado en el que vivimos.

Precisamente, esta multidisciplinariedad de campos en los que se mueve la tecnología de computación, es la que llevará con el tiempo a la ACM a toparse de lleno con la creación literaria, y por lo tanto con nuestra parcela concreta de conocimiento. En realidad podrían verterse ríos de tinta sobre la relación que se establece entre la computación y la lingüística desde la creación de los primeros estándares en “lenguajes de programación”, pero como ya mencionamos en otro lugar, el uso del lenguaje en programación, aunque también esté basado en la tecnología de escritura digital, es de un uso restringido al entendimiento entre el hombre y la máquina, y, por lo tanto, compete su estudio y optimización, sobre todo, a la ingeniería informática. Nos parece mucho más interesante el momento en que la computadora se convierte en una plataforma para la comunicación, mediante la letra digital, de persona a persona, y este es un proceso lento pero continuo que no culminará hasta la entrada en escena del hipertexto con todas sus potencialidades.

Durante los años setenta causaron gran impacto en el mundo de la computación los conceptos hipertexto e hipermedia acuñados por Theodor Nelson, y con la exitosa explosión de los sistemas pre-Web en los años ochenta, el hipertexto acabó por situarse en una posición cardinal de los estudios sobre computación. La ACM debía hacerse eco de esta novedosa aplicación informática que estaba haciendo realidad algunas de las aspiraciones más optimistas y también más genuinas, de la historia de las computadoras. En 1982 el foco de interés de la ingeniería informática comenzaba a desviarse de los impulsos eléctricos y los transistores hacia el ser humano, y la ACM inaugura su primer congreso sobre “El Factor Humano en Sistemas de Computación”. Para 1987, ya se hacía indispensable la existencia de un congreso que tratara con exclusividad el tema del hipertexto. Nace así, la primera Conferencia sobre Hipertexto e Hipermedia de la ACM, que ha continuado celebrándose anualmente, con excepción de los años 1988 y 1995. En ella se dieron cita los principales protagonistas de la cultura hipertextual. Allí estaba Michael Joyce y David Bolter, estaba el mismo Theodor Nelson, Catherine Marshall y un todavía desconocido George P. Landow, quien años más tarde desempeñaría un papel decisivo en la constitución de la nueva “teoría crítica hipertextual”. Por supuesto también acudieron miembros importantísimos de la comunidad científico-tecnológica como el experto en diseño gráfico de interfaz Jef Raskin, pero lo más importante de este acontecimiento es que por primera vez participan de un proyecto común y en un mismo sentido el mundo del arte y las humanidades con el de la tecnología informática. Por primera vez escritores, artistas y críticos literarios reflexionan conjuntamente con los tecnólogos, para dar una visión conjunta del incesantemente complejo mundo en el que vivimos.

Precisamente, durante el congreso sobre hipertexto de la ACM de 1991 tuvo lugar una demostración de última hora de un nuevo programa informático que iba a cambiar el rumbo de la historia del hipertexto y de los contenidos mismos de las sucesivas conferencias de la ACM. Se trataba de una demostración que ni siquiera aparecía en el programa del congreso y que pudo llevarse a cabo con muchas dificultades, presentada por un joven suizo, Tim Berners Lee, y su compañero Robert Cailliau. Estaban trabajando en un sistema de hipertexto que aprovechara la tecnología de Internet para poder expandirse por todo el ancho mundo como una gran tela de araña: la World Wide Web, que supone el siguiente paso de gigante hacia la era de la comunicación en la que nos encontramos.



[1] Howard H. Aiken, al igual que Vannevar Bush y que William Gibson y Bruce Sterling en A different engine (obra magna del subgénero de ciencia-ficción conocido como “steampunk”), se inspiró para la creación del Mark I, en la mítica máquina electrónica que proyectara Charles Babbage en 1822 para la Royal Astronomical Society de Londres.

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